Excompañeros de escuela y de partido, así como funcionarios que trabajaron en la administración del exgobernador Javier Duarte de Ochoa hablaron con Animal Político y trazaron un perfil del expolítico priista, quien gracias al trabajo de su madre como panadera logró estudiar en los mejores colegios de la tierra donde creció, Córdoba, y llegar hasta la gubernatura de Veracruz, donde presuntamente orquestó una trama multimillonaria de corrupción.
[contextly_sidebar id=”TXnB6pkUza9dSn0Bx3SlCQKeM8MlALPN”]Un proceso de transformación incluso física, que llevó a Duarte de ser un hijo ilustre de Córdoba, a un político expulsado y rechazado por su propio partido, y por su propia gente.
La mujer viene caminando por los Portales centenarios de la ciudad de Córdoba y se sienta a la mesa de este viejo café tipo colonial, donde en 1821 se firmaron los primeros tratados de Independencia de México. Saluda, sonríe, y pide que se la identifique como María, puesto que aunque ya no es militante del PRI, en la campaña de 2010 colaboró con el partido para llevar a Javier Duarte a la gubernatura del estado.
María ordena un lechero y echa un vistazo de soslayo a la portada del 16 de agosto del diario El Mundo de Córdoba, en la que se exhibe a Duarte con un titular que exclama a ocho columnas: ‘Atrapado’.
Sonríe de nuevo y comienza a narrar con voz queda que aún recuerda a ese Javier Duarte exultante de apenas 36 años. Cuando llegaba a este mismo lugar con batallones de periodistas que le pedían una entrevista, y cientos de personas que vestían playeras rojas con su rostro sonriente, camisa arremangada hasta los codos, el dedo índice señalando el horizonte, y el compromiso de llevar ‘adelante’ a Veracruz.
Era marzo de 2010. Y Duarte estaba en la cumbre de su carrera.
El PRI lo acababa de elegir por aclamación –y por recomendación- como candidato a la gubernatura para sustituir a su mentor personal y padrino político, Fidel Herrera. Y la propaganda del momento lo presumía como una figura emergente: joven, con licenciaturas, maestrías y doctorados en Europa, casado con una chica de “familia acomodada” de Coatzacoalcos, y con una carrera fulgurante tras su paso por la Secretaría de Finanzas, y una diputación federal que ganó tras arrasar al PAN en el verano de 2009.
Javier Duarte, se suponía, era el futuro del PRI veracruzano.
Uno de los exponentes de su partido que buscaría recuperar la Presidencia de la República en 2012. Y aunque, como dice María, “nunca tuvo el carisma que sí tenía Fidel Herrera”, la mayoría de la militancia “lo veía como un buen candidato”.
En cambio ahora, un día después de que el sábado 15 de abril de 2017 Duarte fuera detenido en Guatemala acusado de desviar miles de millones del erario público a través de una red de empresas fantasma, aquellos desayunos-ruedas de prensa a los que asistían incluso ‘celebrities’ de la televisión nacional para mostrarle su apoyo, están enterrados en el olvido.
Como también se olvidaron muchas de las promesas electorales que hizo para esta región. Por ejemplo, la autopista Córdoba-Xalapa, de 71 kilómetros y una inversión de mil 600 millones de pesos que nunca se ejecutó. O el libramiento ferroviario que no se construyó. O la reconstrucción del Mercado Revolución que no se materializó, a pesar de la promesa de invertir 450 millones de pesos. Y así un largo etcétera.
“En algún bolsillo se quedaron los 3 mil 500 millones que Javier Duarte prometió invertir en la zona de Córdoba”, escribe el periódico local El Mundo.
María lee la nota y concede que “nunca” imaginó “la dimensión de todo lo que publican” los medios sobre el candidato que apoyó.
-Que ganara Javier fue un orgullo para Córdoba, porque aunque nació en el Puerto, vivió gran parte de su vida aquí. Sin embargo ahora –agarra la portada haciendo una pinza con el pulgar y el dedo índice-, lo que sentimos es vergüenza por haberlo apoyado y haber confiado en él.
Pero ojo, advierte con el dedo índice alzado, a Javier Duarte todavía hay que llevarlo ante la Justicia, para que ésta determine si, en efecto, es culpable del desvío multimillonario de recursos. Y para que dictamine si, como todo apunta, otros funcionarios, hombres de confianza, y familiares, como su esposa Karime Macías, participaron en la trama de corrupción.
-No creo que Javier tuviera la idea de llegar al gobierno para robarse todo –asegura María tras dar un último sorbo al café-. Lo que sé es que, nada más llegar al poder, se rodeó de gente tóxica que se aprovechó de él.
Caminando por el zócalo de Córdoba, entre el edificio colonial del Ayuntamiento, y la antigua Catedral de dos campanarios y fachada color azul aguado, se aprecia a simple vista los efectos secundarios de otra promesa incumplida de Duarte: la (in)seguridad.
En unos metros cuadrados de bancas de hierro, fuentes y globos de colores, un pelotón de la Policía Militar –vestidos de camuflaje, chalecos antibala, fusiles de asalto, y con cámaras atornilladas al casco- patrullan por el centro de esta ciudad que, en septiembre de 2016 –un mes antes de la fuga de Duarte-, fue incluida por el Gobierno Federal en el top 50 de municipios con más homicidios en México.
A varias cuadras del zócalo, sobre una avenida por la que se arrastran autobuses arcaicos de los años 70, hay otro café donde espera sentada en la terraza una excompañera de Duarte en una escuela privada de Córdoba, quien prefiere que se la nombre como Isabel.
Cuando se le comenta que la intención de la entrevista es conocer más sobre la vida de Duarte antes de ser uno de los prófugos más buscados por la justicia en México, Isabel apoya los codos en la mesa y con voz casi susurrante dice que ella y varios de sus excompañeros recuerdan a Javier Duarte por cuatro razones.
Una, porque su padre, Javier Duarte Franco, empresario ganadero, murió en el sismo del 85 mientras se encontraba en Hotel Regis de la Ciudad de México; dos, porque su madre, María Cecillia de Ochoa, “era una señora muy trabajadora” que tenía una panadería artesanal y vendía donas en la escuela; tres, por su “voz de pito”. Y cuatro, porque a Javier casi no le llamaban por su nombre, sino por su apodo: “El Caremo”. O “el cara-de-moco-“, dice con una sonrisa maliciosa Isabel, aunque otras versiones de excompañeros aseguran que el sobrenombre se debía a una caricatura.
-Javier no era alguien con un carisma que sobresaliera. Era más bien del montón, nadie destacado. Es decir, viéndolo en aquella época de adolescente, jamás hubieras imaginado que llegaría a ser diputado ni gobernador. Pero tampoco que fuera a ser el gran ratero que parece que es.
Isabel estruja la botella de agua que casi vació de un trago por el calor y la fuerte humedad que empapa a Córdoba al mediodía, y tras un breve silencio añade que lo que sí destacaba del Duarte previo a la política es que era un joven “acomplejado”, que sufría bullyng por la voz, la obesidad, y sobre todo, por la falta de dinero en una escuela “muy elitista” donde él solo llegaba a clase media acomodada.
Ingredientes, opina, que fueron forjando la personalidad de un hombre que ansiaba conquistar el poder para “competir” con esas familias “de dinero y apellido”. Y para dominar a quienes lo criticaban, o se reían de él.
Alberto pide anonimato por dos motivos: primero, porque fue a la preparatoria con Duarte, donde “en las primeras pedas (parrandas)” se reía de él cuando éste le confesaba que “quería ser Presidente de México”. Y segundo, porque trabajó en la Secretaría de Finanzas de su administración.
En algún punto de un bulevar adornado con palmeras de balanceo hipnótico, Alberto comienza su narración dejando primero claro un matiz: entiende que la gente piense que quienes trabajaron para Duarte son también “una bola de rateros”. Pero asegura que, en realidad, “la gran mayoría de empleados no sabíamos nada”.
-Nunca nos esperábamos la magnitud del fraude. De hecho, muchos en Finanzas defendíamos a Javier porque es cierto que él recibió un estado al borde de la quiebra tras la administración de Fidel Herrera.
Por eso, agrega, no les parecía tan extraño que no se hicieran grandes inversiones en infraestructura. Porque el mensaje que les llegaba “desde arriba” siempre era el mismo: “no hay dinero”.
Y así lo creyeron, insiste. Hasta que los escándalos y los millones comenzaron a brotar.
Tras el caso de las empresas fantasma, denunciado por Animal Político en mayo de 2016, Alberto dice que se dieron cuenta de que “el mito de la licuadora” era cierto.
-Decían que era una cuenta donde se metían todos los recursos que llegaban a Veracruz desde diferentes aportaciones del gobierno federal, y ahí se mezclaba todo para perder el dinero. Y bueno –deja un espacio para la pausa-, a la vista está que no era solo un chisme.
Además, el desvío de millones cuadraba con los lujos de Javier y sobre todo de su esposa, Karime Macías; quien se presume tejió una red de vínculos que le permitió tener acceso a millones de pesos provenientes de recursos públicos, que le dio una vida de departamentos en Nueva York, mansiones, diamantes, y de viajes en avión del estado para ir a la peluquería.
-En política sabes que el gobernador va a dejar su cargo más rico que cuando entró –dice. Pero ni Javier, ni Karime midieron su avaricia.
De hecho, aunque tal y como publicó Animal Político, Duarte comenzó a fraguarse un patrimonio inmobiliario en México y Estados Unidos de casi mil millones de pesos desde el primer mes de su administración, Alberto recalca que fue en los últimos dos años de gobierno cuando su excompañero de prepa “perdió totalmente el piso”.
-Gente de su propia familia y de su círculo más cercano, ya comentaban que Javier se había encerrado en su mundo de fantasía. Él mismo se felicitaba porque Veracruz iba muy bien. Que la seguridad estaba de poca madre, y que no había corrupción, pobreza, ni desempleo. Cuando todos veíamos desde adentro del gobierno que la realidad era muy distinta.
El exfuncionario respira hondo, encoge los hombros, y concluye.
-Javier llegó a creerse sus propias mentiras.
En el parque industrial de Córdoba, donde varias factorías que tuestan grano impregnan de olor a café buena parte de la ciudad, hay varios locales de comida corrida. En uno de ellos, espera otra mujer que no se llama Aurora, pero que también pide anonimato porque aún trabaja para el gobierno de Veracruz.
Aurora cuenta que conoce a Javier, como lo menciona con tono maternal durante la entrevista, desde que en 1988 comenzó su carrera política como asistente en el Senado de su “segundo padre”, Fidel Herrera. En ese entonces, Duarte era “un chico tranquilo y educado”, que mostraba interés “en ayudar a la gente”.
-Cuando fue primero subsecretario de finanzas (en el 2004), yo personalmente vi cómo atendía situaciones de personas enfermas necesitadas. Era una persona que sí estaba en contacto con el pueblo.
O al menos, matiza a colación, así era en aquel entonces.
-Luego, no sé qué le pasó. Tal vez la gente lo cambió. Y el poder lo mareó.
Y como ejemplo de esa transformación, Aurora agarra la contraportada de El Mundo y observa una línea del tiempo en la que se observa cómo las expresiones relajadas del rostro de Duarte fueron cambiando desde 2010, hasta el rostro tenebroso de mirada fija de su último año en el gobierno.
-Esta foto es terrible. Me espanto solo de verla.
Aurora señala la fotografía en la que se ve a Duarte sentado en carro entre dos policías de Interpol, y mirando con una sonrisa extraña hacia el mismo horizonte que siete años atrás apuntaba con su índice para prometer que Veracruz iría ‘Adelante’.
-Ya no reconozco a Javier –lamenta la señora absorta en la fotografía-. No tiene nada que ver con el buen muchacho que yo conocí años atrás. Sufrió una metamorfosis.