Las comunidades de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos (EU) llevan décadas envueltas en pobreza y negligencia institucional. El estatus migratorio—a veces una condición impuesta, como es el caso de niños traídos por sus padres—condena a los inmigrantes a una vida entre sombras, a una infancia clandestina.
[contextly_sidebar id=”8PXB9bzNxDWQkPlBG45F7HoObiFZZcZV”]Así pues, no es ninguna sorpresa que en algunas comunidades las pandillas logren llenar el vacío de escolaridad marginalizada, de oportunidades nulas y familias separadas por la deportación.
Los migrantes detenidos por actividades de pandilla están al centro de las políticas de deportación en Estados Unidos. Al cumplir una sentencia criminal, la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE) se encarga de deportarlos a México.
Es en México donde estos chicos se enfrentan con discriminación y graves problemas de tramitación y revalidación de estudios, pero, por primera vez, pareciera que también se encuentran ante la posibilidad de comenzar una vida sin crimen.
Donald Trump ha prometido deportar 11 millones de inmigrantes indocumentados, comenzando por los entre 2 y 3 millones que, según sus cálculos, tendrían historial criminal (es importante destacar que el centro de investigación Migration Policy Institute pone este número en sólo 820,000).
Si bien podríamos ahorrar el grueso de nuestra compasión y activismo para los “inocentes”, vale la pena recordar que todas las personas deportadas, la mayoría siendo hombres jóvenes, alguna vez pertenecieron a una familia, a una comunidad y a una ciudad, estas últimas a menudo entre las más pobres y violentas de los Estados Unidos.
Pareciera que las vidas de estos jóvenes latinos estuvieran condenadas desde un principio, pero de vuelta en México, hay una gran posibilidad de cambio.
Conocimos a Pablo, Tommy, Israel y Miguel afuera de uno de los famosos “call centers” de atención telefónica para clientes, donde cobran un sueldo que, aunque incomparable con lo que ganarían en ciudades como Los Ángeles o Chicago, les permite vivir sin mayor preocupación.
Sus conocimientos lingüísticos y culturales, así como la competitividad de los sueldos mexicanos, privilegian a personas como Pablo ante empresas estadounidenses que buscan atención a clientes de calidad… y sin acento hindú.
Los deportados extrañan a sus familias, amigos, y al único país en que realmente han vivido, pero por lo menos en México se encuentran una segunda oportunidad, a pesar de los obstáculos. México, en cambio, podría aprovechar la llegada de una nueva y valiosa fuerza laboral si toma los pasos adecuados ante los retos de logística, seguridad y empleo que esto implica.
Forzados a abandonar sus trabajos, bienes y comunidades de apoyo, el crimen organizado en México fácilmente se aprovecha de los deportados, ya sea para secuestrar o reclutarlos. La mayoría de los deportados habla inglés y tiene contactos en Estados Unidos, el principal cliente de los cárteles mexicanos.
Israel Concha, quien jamás perteneció a una pandilla y fue deportado por retrasarse con el pago de una multa vial, fue secuestrado a menos de 24 horas de haber tocado suelo mexicano, pero pudo escapar. Una familia le cobró 10 mil pesos para llevárselo a la Ciudad de México, donde actualmente trabaja en un call center y recomienda a otros deportados por una comisión.
Pero los trámites no son cosa fácil: si para los mexicanos de toda la vida son un desastre, para los deportados debe ser 50 veces peor. Tramitar algo como el CURP, RFC o IMSS requiere un acta de nacimiento, cosa que no siempre es fácil de obtener, especialmente para alguien recién llegado a México que no cuenta con familia ni dinero, pero sí con los tatuajes y el marcado “spanglish” que lo convertirán en el blanco inmediato de la discriminación.
Además, la Secretaría de Educación Pública pone muchas trabas para revalidar estudios estadounidenses, aunque desde la victoria de Trump se ha hecho un esfuerzo por resolver esto. Pablo, por ejemplo, tuvo que cursar de nuevo la primaria, la secundaria, y el bachillerato: una experiencia posiblemente degradante y definitivamente tediosa para alguien que ya había dejado la escuela atrás.
Para muchos, quedarse en la frontera es el equivalente de dinero fácil, ya que el crimen organizado gana grandes cantidades vendiéndole drogas al otro lado, y para eso no se necesita conseguir acta de nacimiento ni revalidar el bachillerato. Sin embargo, volver a la cárcel después de haber cumplido sentencias de casi una década hace que muchos ex pandilleros busquen alejarse del negocio de las drogas y las pandillas.
¿Por qué no quedarse en la frontera e intentar cruzar de nuevo? Miguel alguna vez trabajó de pollero para Pantera. Contestó que, en primer lugar, lo meterían a la cárcel nada más por tocar suelo estadounidense y, segundo, aunque dejara su terreno en Juárez-El Paso por cualquier otra ciudad fronteriza, le dirían, “¿Así que tú trabajaste para Pantera? Pues ahora trabajas para nosotros”.
“I’m not running away [no estoy huyendo], pero entre menos tentación, mejor”, fue como Pablo justificó su transición hacia la ciudad capital de México.
Los ex pandilleros entrevistados en la Ciudad de México tenían una muy buena razón para estar ahí: por primera vez, se encontraban ante la posibilidad de vivir una vida decente. Sin peligro. Sin arriesgar sus vidas.
Pablo Gómez fue “oficialmente” reclutado a la pandilla 18th Street en la zona South Central de Los Ángeles a los 13 años. Es decir, a esa edad le empezaron a dar “privilegios”, porque ya trabajaba para la pandilla desde antes.
Conocida informalmente como “The Children’s Army” o “el ejército de niños”, la pandilla 18th Street recluta en primarias. Evidentemente, al convertirse en mayores de edad, muchos de los chicos ya han pasado tiempo en la cárcel.
Se trata de un círculo vicioso: si el historial criminal empieza desde la infancia, a veces por delitos como salir después del toque de queda, los miembros de más edad tienen que reclutar niños. Si agarran a un veterano, se va a la cárcel, pero si agarran a un niño, quizá le llamen la atención o le agreguen otra línea a su ya creciente historial. Hoy Pablo tiene 27 años: “Gracias a Dios, porque fue difícil sobrevivir”.
Tommy también era muy joven cuando entró a la pandilla Sureños de Los Ángeles. El Servicio de Protección Infantil lo apartó de su familia al ver que su madre se había rehusado a mandarlo a la escuela por miedo de revelar que no tenían papeles. Pasó más de un año para que se coordinara una visita entre Tommy y su madre.
Tommy acabó en Sureños. “Te reclutan por llevar el color equivocado. Si te vistes de azul, te amuelas, ya estás dentro”, recordó.
Sureños cuenta con más de 80 mil subgrupos, y la zona donde Tommy creció estaba infestada. Y una vez entras, ya no puedes salir: muchas pandillas piden membresía de por vida. A los 16 años, Tommy fue sentenciado a siete años de cárcel por atacar a alguien que buscaba invadir territorio Sureño. Tommy fue deportado tras cumplir la sentencia.
La ironía de todo esto es que las familias de Pablo y Tommy llegaron a Estados Unidos en un intento de huir de la pobreza y la violencia en México. Pero los dos jóvenes fueron absorbidos por las pandillas a la muy “madura” edad de 12 y 13 años.
Una vez deportados, se enfrentaron a la decisión de quedarse en la frontera mexicana y entrarle a otra pandilla (la transnacionalización de las pandillas a causa de la deportación es un tema en sí mismo), o de viajar hacia el interior de la república, a pesar de los riesgos, para intentar usar sus recursos lingüísticos y culturales para conseguir trabajos bien pagados en los sectores de turismo o atención a clientes.
La hegemonía de las pandillas en comunidades pobres, así como la falta de oportunidades para inmigrantes en EU, no deben tomarse a la ligera. Tampoco debemos olvidar los riesgos que se enfrentan los latinos al volver al mundo hispanohablante. Sin embargo, las políticas migratorias de hoy hacen muy poco para mitigar dichos problemas.
La administración de Obama ya deportó a unos 350 mil inmigrantes anuales, y las promesas de Trump son la reiteración explícita y reciente del sentimiento antiinmigratorio que ya ha tomado fuerza en el país, sentimientos disfrazados como argumentos para proteger la economía, la salud, y hasta la raza “estadounidense”.
La maquinaria política y logística que requeriría la deportación de entre 2 y 3 millones de inmigrantes ya existía, ya que las deportaciones criminales ya estaban al corazón de la política migratoria de Obama.
Para México, la llegada continua de miles de individuos con historial criminal representa, sin duda, un obstáculo en cuanto a logística, seguridad, y empleo.
Pero también representa una oportunidad. Si el país garantiza el acceso a trámites, vivienda, integración social, y servicios de empleo para este sector de la población que alguna vez contribuyó a los más de 20 mil millones de dólares que recibe México de las remesas provenientes del norte, entonces México podría valerse de una nueva fuerza laboral.
Los deportados vienen con inglés, ganas de trabajar, y a veces hasta con títulos universitarios, lo cual para el país representa una gran ventaja. Los deportados, a cambio, podrían encontrar aquí una segunda oportunidad.
Por cuestiones de privacidad, algunos de los nombres en este artículo fueron cambiados.
*María Cristina Hall es profesora en el Tec de Monterrey y escribe para el boletín de noticias El Godín.
*Alina Bitrán es egresada en políticas públicas de la Universidad de Chicago.”