Este cerro no lo camina la policía. Pertenece a Los Zetas.
Aunque la autoridad sabe que aquí el cártel tiene enterradas a sus víctimas y que decenas de expedientes judiciales podrían resolverse con un operativo en este campo de exterminio, aquí simplemente no se patrulla.
Es demasiado peligroso, dicen. No hay garantías de seguridad para quien entre. Sólo con un destacamento se puede hacer un despliegue, porque este lugar es un “punto activo”, el eufemismo que crearon las autoridades para no admitir que esos territorios les han sido arrebatados por grupos del narcotráfico.
Pero esta mañana de abril de 2016 ocurre algo inusual: hay gente adentro.
Dos policías recorren lo más profundo del monte, armados apenas con lo necesario. A su lado está Maya, una perra entrenada para labores de rescate. Y si están metidos hasta lo más recóndito de la maleza, donde los lugareños tienen la certeza de que hay un cementerio clandestino, es porque siguen a un cuarto elemento, el que va al frente con un machete en mano, por si alguien se aparece en ese áspero pedazo de tierra.
Ese líder es Ramiro, 14 años.
Y quiere contar su historia.
Flum a la derecha. Flum a la izquierda. Ramiro blande de un lado a otro su machete, corta los matorrales para abrirse paso por una cara inexplorada del Cerro de la Silla, en el municipio de Juárez, ciudad de Monterrey. Desde lejos, parece un chico que está de campamento, pero basta con mirarle de cerca para saber que es un explorador en un tiradero de cuerpos que sigue engullendo cadáveres.
Su rostro aniñado desentona con lo sombrío del lugar: detrás de un cubrebocas, se ven las pecas que salpican su tez blanca, sus 170 centímetros de altura que atraviesan sus 55 kilos, un cuerpo desgarbado de preadolescente en crecimiento y unas facciones afiladas que le dan aspecto de un joven actor de reparto en una trama de policías y ladrones.
Pero su historia es tan real como el dolor que le punza con la ausencia de su hermano Miguel Ángel.
A los 14 años, Ramiro sabe lo que es ausentarse de clases para buscar osamentas, ropa, credenciales, cualquier pista que lo lleve a resolver un expediente judicial abierto por culpa del crimen organizado.
En la parte baja del cerro está su mamá, junto a los demás adultos, las madres y los padres de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León (FUNDENL), un grupo civil que esa mañana inicia una nueva jornada de búsqueda y que soporta el frío mientras remueve la tierra en busca de indicios de una fosa con los restos de alguno de los 2,335 desaparecidos que ha dejado la guerra en el estado: una guerra entre el Cártel del Golfo y Los Zetas, que arreció hace 8 años y aún no acaba.
Y arriba está Ramiro. Él usa su energía para buscar en las zonas de más difícil acceso y obliga a los policías que acompañan la misión a seguirle el paso. Escala. Sube una pendiente. Brinca de roca en roca. Se desliza por el lodo. Se mueve ágil, una zancada tras otra, con la energía de quien está jugando. Pero esto es serio para él. De vida o muerte.
“¿A dónde vamos, chavo?”, pregunta un uniformado, sudoroso y agitado, cuyo trabajo es cuidar a Ramiro en la jornada de búsqueda. “¡Pues si no venimos a un punto específico! ¡Hay que buscar en todo el terreno!”, ordena Ramiro y les muestra el cerro.
A los 14 años, Ramiro sabe gritarle a los policías para obligarlos a hacer su trabajo.
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