[contextly_sidebar id=”qobJRvxy8tzvfsTW9cettLtgmeRQ8dFo”]El multimillonario estadounidense Donald Trump afianzó este martes su liderazgo en la carrera hacia la candidatura presidencial y de esta manera asestó un nuevo golpe al establishment del Partido Republicano.
Trump ganó en siete estados: Alabama, Arkansas, Georgia, Massachussetts, Tennessee, Vermont y Virginia, y todavía podría quedarse con Alaska.
Y para el alto mando del Gran Old Party (o GOP, como se conoce históricamente al partido Republicano) el Supermartes se puede haber convertido en un “martes negro”.
Aunque ya el viernes, Chris Christie –supuestamente un miembro con carnet delestablishment– ya le había besado las manos de Donald Trump dándole su respaldo.
Una bendición que llegó como algo imprevisto, pero que nos recordó –una vez más– que hay que esperar lo inesperado.
¿Pero no debió el sistema, y para el caso nosotros los periodistas, haber visto venir la llegada del multimillonario?
Después de todo, durante años los abanderados republicanos han sido vulnerables a que un candidato antisistema los desafiara.
Antes de continuar, debemos definir qué es el establishment del Partido Republicano, un término muy de moda, pero muy poco explicado.
Hace 50 años, era más fácil de identificar.
El establishment estaba dominado por banqueros de Wall Street y ejecutivos de empresas que estaban fuertemente orientados hacia los negocios, y eran ideológicamente moderados y políticamente pragmáticos.
Nelson Rockefeller, el descendiente de la dinastía de banqueros y gobernador de Nueva York –quien vivió, como Donald Trump, con gran esplendor en la Quinta Avenida– fue su figura representativa.
En estos días, sin embargo, el establishment republicano es más difícil y difuso de definir, lo que también explica por qué es más fácil de derribar.
De forma general se suele asociar el término con el Comité Nacional Republicano y con aquellos que ostentan cargos de alto nivel (como Chris Christie, gobernador de Nueva Jersey)
También con grupos de presión conservadores como la Cámara de Comercio de Estados Unidos, donantes de mucho dinero y formadores de opinión que escriben en publicaciones como Weekly Standard, National Review y en las páginas de opinión de The Wall Street Journal.
Pero esa definición está abierta a debate y esta disparidad de miembros explica su incapacidad para ejercer el control.
El Tea Party, un movimiento de base insurgente que surgió después de la llegada al poder de Barack Obama, ha planteado la amenaza más grave.
Su odio hacia el actual presidente es casi equivalente a su aversión hacia los republicanos del establishment en Washington, como por ejemplo el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, a quien los activistas le reprochan que podía haber hecho más para boicotear a la Casa Blanca.
La camarilla política “Hell, No” (“¡De ninguna manera!”) en el Capitolio –un grupo de unos 50 republicanos de línea dura apoyados por el Tea Party en la Cámara de Representantes– fue lo suficientemente fuerte para conducir al expresidente de la Cámara John Boehner hasta la renuncia.
En cuanto a los formadores de opinión, la mayoría de las voces más dominantes y sonoras en el actual movimiento conservador, como los presentadores de televisión Rush Limbaugh y Glenn Beck y la comentarista Ann Coulter, son críticos vehementes del establishment.
Si bien ha servido a menudo como plataforma de voces antisistema, la cadena de televisión estadounidense Fox News no encaja en la misma categoría.
Pero se ha convertido en un poder rival, fuera del control de los jefes del partido Republicano.
En el camino hacia la campaña de 2016 había grandes pistas que indicaban que los candidatos del establishment iban a ser vulnerables.
Eric Cantor, el líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, fue expulsado, inesperadamente, antes de las elecciones de mitad de término de 2014.
Pero la mayoría de nosotros cometimos el error de interpretar los resultados de las elecciones de mitad de término (noviembre de 2014) como un gran revés para los rebeldes, porque fallaron a la hora de conseguir más logros.
Además, favoritas del Tea Party como Sarah Palin y Michelle Bachmann perdían su brillo y el movimiento parecía estar en declive.
En octubre del año pasado, un sondeo de Gallup sugirió que el apoyo al grupo se redujo hasta el 17%, pero el enfado y la rabia que lo hicieron surgir no desaparecieron.
Los insurgentes conservadores simplemente necesitaban un mejor candidato y un portavoz más eficaz.
La figura más evidente era Ted Cruz, predilecto del Tea Party desde hace tiempo.
Pero Donald Trump ha demostrado ser más capaz de dar voz a la frustración y la rabia, pese a no ser un candidato del Tea Party.
Mucho antes de anunciar su candidatura a la nominación republicana, el multimillonario ya había pulido su reputación entre los partidarios del Tea Party al alegar, falsamente, que Barack Obama no es un ciudadano nativo de EE.UU.
Sus ataques sin pelos en la lengua contra mexicanos y musulmanes, combinados con su desprecio por la corrección política, son música para los oídos de los rebeldes.
Otro error de cálculo fue asumir que el establishment republicano podía hacer en 2016 lo que ha hecho con éxito en las últimas siete elecciones presidenciales: ver a su elegido convertirse en el nominado.
George HW Bush, Bob Dole, George W Bush, John McCain y Mitt Romney: todos fueron favoritos del establishment republicano.
Deberíamos haber prestado más atención a las dificultades que tuvo Mitt Romney para asegurar la nominación en 2012 y también preguntarnos hasta qué punto le vino bien que no hubiera un rival del establishment fuerte.
No sólo eso, deberíamos haber sido más conscientes de la aparición sorpresiva deRick Santorum hace cuatro años.
El exsenador por Pensilvania ganó en 11 estados y logró cuatro millones de votos, a pesar de que era visto al inicio de la carrera como un candidato tristemente débil.
Esto sugirió que el establishment republicano se iba a encontrar ante un problema más serio en 2016 si aparecía un derechista más convincente.
Una de las razones por las que el fervor antisistema es tan fuerte esta vez es quelas bases están hartas de que les endosen candidatos moderados delestablishment, como Romney.
Si hubiéramos investigado más la historia del Partido Republicano habríamos visto que las absorciones hostiles han tenido éxito en el pasado.
Además de la victoria de Ronald Reagan en 1980, cabe recordar el éxito de Barry Goldwater en 1964, cuando obtuvo una victoria altamente simbólica sobre Nelson Rockefeller, el gran pilar del establishment.
La repulsión actual hacia la clase política tradicional y las élites partidarias parece ser un fenómeno global, pero en EE.UU. está particularmente pronunciado, tanto en la izquierda como en la derecha.
Aun así, una figura antisistema como Donald Trump no se habría hecho tan fuerte si el establishment no se hubiera hecho tan débil.
El GOP, el Viejo Gran Partido, ha estado listo para ser absorbido desde hace rato.