Te has equivocado. Te has equivocado casi en todo. Por muchas vueltas que le des, te equivocarás. De hecho, ni siquiera eres consciente de hasta qué punto has metido el pie en cubo.
Un sondeo de la American Bar Association (el Colegio de Abogados de Estados Unidos) evidenció que el 44% de los abogados aconseja a los jóvenes que no cursen derecho: al parecer, no son muy felices en su trabajo. El 40% de los directivos contratados para puestos de relevancia son despedidos, fracasan o dimiten antes de los dieciocho meses, según un estudio sobre la contratación de 20.000 personas.
Más del 50% de los profesores abandona su empleo antes de los cuatro años. De hecho, un profesor tiene el doble de probabilidad de renunciar a su puesto que un alumno de renunciar a seguir estudiando, según un estudio llevado a cabo en las escuelas de Filadelfia. Y el 60% de los médicos se planteaba también abandonar su profesión. Tras una encuesta a 2.207 ejecutivos, el 60% sostuvo que la mitad de las decisiones de sus organizaciones son malas.
Y todo esto solo es la punta del iceberg de lo mal que se nos da tomar decisiones, y sentirnos bien una vez las hemos tomado.
Las malas decisiones de nuestra vida
Los ejemplos de que las decisiones tomadas de forma individual, en función de una supuesta lógica y evaluación de pros y contras, son nefastas son innumerables, y ponen en evidencia lo ilusorio del control que ejercemos en nuestro destino.
Por ejemplo, los matrimonios concertados tienen una esperanza de vida media superior a los matrimonios libres, lo que sugiere que guiarse por el corazón no es muy apropiado. Cuando Liz Taylor y Richard Burton contrajeron matrimonio estaban convencidos de que por fin iban a ser felices, pero Taylor ya iba por el sexto matrimonio, y Burton por el tercero. De hecho, hay una correlación demoledora respecto al amor: si contraes matrimonio lo más probable es que te divorcies.
El problema parece estribar en que nuestro cerebro no es muy hábil a la hora de pronosticar cómo se sentirán en el futuro. Todos soñamos con una playa paradisíaca como el epítome de la felicidad, pero casi nadie es capaz de imaginar cómo se sentiría después de seis meses en esa playa: probablemente ese Paraíso se trasmutaría en el peor infierno. Soñamos con ser ricos, pero los que tienen la suerte de conseguirlo no acostumbran a ser más felices: más bien al contrario.
Hasta en las decisiones más mundanas se refleja nuestra nula incapacidad para ver el futuro: solo en 2009, en Estados Unidos se borraron 61.535 tatuajes. El tatuaje es una prueba cosmética de eternidad, pero no estamos preparados para gestionar la eternidad.
La ilusión del experto
¿Entonces? Si somos nefastos a la hora de tomar decisiones e imaginar cómo serán las cosas en el futuro, ¿confiamos en los expertos que presuntamente han analizado racionalmente todas las variables? Pues tampoco. Todos somos vulnerables a la ceguera prospectiva. Los expertos cometen menos errores que los legos, pero continúan incurriendo en demasiados, como demostraron los investigadores Dan Lovallo, profesor de la Universidad de Sidney, y Olivier Sibony, un directivo de McKinsey & Company, tras investigar 1.048 decisiones empresariales durante un plazo de cinco años.
En 1927, Harry Warner, de los estudios Warner Bros, dijo: «¿Quién diablos quiere oír hablar a los actores?». Thomas Edison: «Creo que el cine sonoro jamás tendrá éxito. Los espectadores nunca se mostrarán entusiasmados por el hecho de que se incorporen voces».
Cuando el presidente de la Western Union Telegraph Company rechazó en 1876 la oportunidad de adquirir la patente del teléfono, adujo: «¿Qué haría esta compañía con un juguete eléctrico?».
El físico y matemático británico Lord Kelvin (1824-1907) afirmó: «La radio no tiene futuro». Louis Lumière (1864-1948): «Mi invento podrá ser disfrutado como curiosidad científica […] Pero comercialmente no tiene el más mínimo interés». En 1977, el cofundador de Digital Equipment Corporation Ken Olsen afirmó: «No hay razón alguna para que alguien pueda tener una computadora en el hogar».
Cuando en 1962 los Beatles tocaron delante los cazatalentos de Decca Records, uno de los grandes sellos discográficos de Gran Bretaña, el famoso cazatalentosDick Rowe los rechazó y escribió una carta dirigida a Epstein en el que se leía: «No nos gusta cómo suenan tus chicos. Ya no se llevan los grupos; los cuartetos de guitarra, en concreto, están pasados de moda».
Steve Ballmer, un empresario estadounidense y director ejecutivo de Microsoft, nos advirtió: «No existe la más remota posibilidad de que el iPhone consiga una cuota de mercado considerable».
Los dos errores fundamentales
Cuando tomamos una decisión solemos tropezar en dos errores fundamentales. El primero es entrar a valorar si nos hubiera ido mejor en la vida habiendo tomado otra decisión: resulta imposible saberlo si comparamos la que hemos tomado con otra alternativa que solo existe en nuestra imaginación. La única forma de comparar ambas decisiones de forma equitativa pasaría por escindir el universo en dos y comprobar a quién le ha ido mejor en ambas realidades. Pero eso es imposible, de modo que hasta cierto punto resulta estéril preocuparse acerca de lo que podríamos haber o no haber hecho.
El segundo error fundamental estriba en la propia naturaleza de las decisiones. Las decisiones se toman en un momento concreto, pero su valoración suele hacerse en millones de momentos posteriores. Y resulta imposible que un momento pueda compararse con un abanico de momentos extendidos en el espacio tiempo. En palabras llanas: siempre habrá un momento futuro en el que podremos evaluar que la decisión que hemos tomado no era la acertada (junto con otros en los que sí). O como se dice el dueño del hotel Marigold: al final todo acabará bien y si no acaba bien es que aún no es el final.
Dicho lo cual, si las decisiones de tu vida no las tomaras tú sino un par de dados dodecaedros de juego de rol, tu vida podría ser incluso más próspera. O al menos sería menos estresado mirar hacia el futuro con esa presbicia prospectiva. Precisamente ése es el argumento de una divertida novela, cuya lectura os recomiendo, titulada El hombre de los dados, de Luke Rhinehart. Así que tiremos los dados, y adelante.