“En los años 80 la vida en esta comunidad era muy difícil porque había mucha violencia y drogas. Estaba abandonada por las autoridades. No había programas para los jóvenes, ni policía, ni recursos para mejorar las cosas”.
Así describe el artista Juan Carlos Luna su adolescencia en Boyle Heights, el barrio de mayoría hispana del este de Los Ángeles, California, EU, en el que creció, que desde hace décadas ha sido uno de los lugares a los que han llegado los mexicanos que emigran a Estados Unidos en busca de una vida mejor.
Pese a que sigue siendo un área con altas tasas de pobreza, en la que todavía operan grupos pandilleros, en años recientes la situación en Boyle Heights –en donde más del 90% de la población es de origen latino–, ha mejorado notablemente, en gran parte gracias a la movilización de los vecinos de la zona.
La delincuencia se ha reducido, algunos espacios públicos se han reformado y se ha mejorado la conexión con el transporte público, gracias a la inauguración de una nueva estación de metro.
Además, debido a que los alquileres todavía son asequibles en comparación con otras áreas de Los Ángeles, cada vez más jóvenes se están mudando a la zona, en la que se han abierto nuevos negocios como bares, restaurantes, librerías o galerías de arte.
La transformación que está viviendo el barrio ha llamado la atención de medios como el The New York Times, que hace un tiempo dedicó un extenso reportaje a la “gentrificación” o aburguesamiento de Boyle Heights (del inglés gentrification, que se utiliza para explicar el proceso por el que gente de clase media se muda a áreas tradicionalmente humildes).
El diario atribuía parte de los cambios a los llamados Chipsters (chicanos hipsters): palabra con la que se describe a los jóvenes de origen mexicano-estadounidense de aspecto y gustos alternativos, similares a los de los hipsters que pueblan zonas como Brooklyn, en Nueva York, o Shoreditch, en Londres.
Además, señalaba que el influjo de nuevos residentes, algunos de los cuales tienen familia en la zona, está creando tensiones con los vecinos de toda la vida, que temen que el barrio esté perdiendo su identidad y que el precio de la vivienda aumente hasta el punto de que tengan que marcharse.
Pero sólo basta una visita a Boyle Heights para darse cuenta de que la realidad es mucho más compleja de lo que los medios presentan y que el temor de la mayoría de residentes del barrio no son los famosos Chipsters -cuya existencia parece más un mito que una realidad- sino las compañías inmobiliarias que planean construir caros apartamentos en la zona.
Vestido impecable con un sombrero negro, traje gris y corbata, Juan Carlos Luna recibe un sábado por la noche a los clientes del Eastside Luv, un bar cuyas paredes están decoradas con imágenes de películas de la edad de oro del cine mexicano.
Este lugar –en el que suena tanto música grupos de rock de los 80 como The Smiths o mariachis– suele ponerse como ejemplo de la transformación que está viviendo Boyle Heights, por su estética retro y por su clientela, que según los medios está compuesta de Chipsters.
“La palabra chipster no existe. Se la inventaron personas que no son chicanas. La experiencia chicana es sociopolítica. El chicano tiene conciencia social mientras que a los hipsters no le importa nada. Son unos hedonistas”, asegura Juan Carlos Luna.
Luna dice que él se identifica como “pachuco”, nombre que recibían en los años 40 los mexicano-estadounidenses que vestían con unos trajes característicos conocidos como zoot suits y que escuchaban música como el boogie o el swing.
“Era una forma de rebelión contra el sistema. Era una forma de decir: ‘no importa que no tenga dinero ni educación. Tengo clase y orgullo’. Eso es diferente a cuando una persona con dinero se viste de hipster. Lo hacen para sentirse especiales”, asegura Luna.
El artista de 35 años reconoce que en los últimos años ha habido cambios positivos en Boyle Heights, aunque señala que estos no se pueden atribuir a las autoridades o a la gente con dinero que se está mudando a la zona, sino a la labor de los vecinos.
La familia de Guillermo Uribe, propietario del Eastside Luv, también es originaria de Boyle Heights, aunque sus padres se mudaron a los suburbios cuando él era un niño.
Tras estudiar en la universidad, casarse y trabajar durante unos años como ingeniero, en 2006 decidió abrir en el barrio un bar que se ha convertido en un referente de la transformación que se está produciendo en una zona que fue cuna del movimiento de los derechos civiles de los chicanos en los años 60.
Uribe dice que no le gusta utilizar el término “gentrificación” para describir los cambios que han ocurrido en Boyle Heights , sino “gente-ficación, ya que este refleja que las mejoras en el barrio las han hecho los propios vecinos”.
“Palabras como chipster han sido creadas para tratar de encasillarnos. No nos vestimos como nuestros padres, no hablamos como ellos, tenemos gustos musicales diferentes y por eso no saben cómo definirnos”.
Uribe asegura que la manera en que los medios están informando sobre Boyle Heights es “muy superficial”, centrándose en los chipsters y no en los problemas reales del barrio.
“Creo que la gentrificación al final tiene que ver con grandes corporaciones llegando a comunidades como esta para hacer que sean como cualquier otra, con las mismas tiendas y negocios. Es así como se pierde la identidad de los barrios”.
Visitando un domingo por la tarde la conocida Plaza del Marichi, en la que desde hace décadas se reúnen los músicos que tocan este género tradicional mexicano para que los contraten, uno ve la diversidad de los habitantes de Boyle Heights.
Entre la multitud de familias que pasean por la plaza disfrutando de la música en vivo y ojeando lo que se vende en las paradas de un mercadillo temporal, hay jóvenes que lucen espesas barbas, pantalones de pitillo y gafas de pasta, que podrían pasar por los hipsters que uno encuentra en barrios de Los Ángeles como el vecino Silver Lake.
“No me considero un chipster. Cada día me visto de forma diferente y no dejo que mi ropa sea mi seña de identidad. No me gusta que me encasillen“, dice Marco, un joven de origen mexicano de 30 años que vende camisetas que él mismo diseña y que desde hace unos años vive en Boyle Heights.
“Siempre he intentado ser diferente y creo que muchos jóvenes mexicano-estadounidenses también, pero eso de chipster no me gusta, porque los hipstersse creen especiales“, asegura.
Stephanie y Pedro no viven en Boyle Heights, pero visitan la zona de vez en cuando por la oferta de nuevos locales que ha surgido en los últimos tiempos.
“Con palabras como chipster sólo quieren poner etiquetas. No me considero uno de ellos aunque para mi familia quizás si lo sea, por mi manera de vestir, por mi barba y porque escucho música diferente”, explica Pedro.
Raquel, una joven que desde hace 5 años vive en Boyle Heights y que igual que Juan Carlos Luna se identifica como “pachuca”, dice que no le gustan los hipsters porque “no son auténticos” y ahora “demasiados se están mudando al barrio porque los alquileres son baratos”.
Sonia, una artista de 28 años que pasea por la Plaza del Marichi junto un amigo mientras hace fotos, dice que la oferta cultural en Boyle Heights ha mejorado y cada vez hay más proyectos interesantes en la zona.
Esta joven de familia mexicana asegura que tampoco se identifica como chipster porque “la palabra tiene una connotación negativa”, ya que “los hipsters se apropian de elementos culturales que no les pertenecen”.
“La gentrificación no es positiva ya que hace que se eche de sus casas a gente honesta y trabajadora para que las ocupen personas con más dinero que no crecieron en el lugar y no aprecian la historia”, argumenta.
A tenor de lo que cuentan los jóvenes que viven en Boyle Heights, cabe preguntarse si esos chipsters de los que hablan los medios son reales o si tan sólo una excusa para explicar la transformación de un barrio de clase trabajadora que, como muchos otros, quizás pronto lo deje de ser.