En octubre de 2008, Vladimir Putin celebró su cumpleaños regalándoles a los rusos un DVD titulado “Aprendamos yudo con Vladimir Putin”.
En él, el entonces primer ministro, con su cinturón negro, aparece doblegando a sus contrincantes en la lona, uno tras otro. A sus seguidores les ofrece un consejo: “En una pelea, los compromisos y las concesiones son permitidas, pero sólo en un caso: si es para la victoria”.
Su proeza en las artes marciales le ha servido a Putin para proyectar un mensaje: él es, en últimas, quien tiene el poder en Rusia.
Aunque el país tiene un gobierno y un parlamento, un primer ministro y un Consejo de Seguridad Nacional, Putin está sentado en la cumbre de una estructura vertical de poder que él mismo creó.
Esto lo aprecian quienes quieren a un gobernante fuerte para el país más grande del mundo, pero lo rechazan quienes consideran que su gobierno se ha tornado autoritario y poco respetuoso de los derechos humanos.
Putin, quien hoy tiene 61 años, es amado u odiado, pero las pasiones que despierta parecen tenerle sin cuidado. Su rostro casi nunca lo delata.
Su estilo de mano dura y sus palabras que con frecuencia se saltan los protocolos diplomáticos van acompañados de una mirada inescrutable. Quizá por eso una biografía crítica sobre él se titula “El hombre sin cara”.
Esa apariencia fría y calculadora ha puesto a dudar a sus pares internacionales.
Poco antes del 11 de septiembre, el presidente de EE.UU. George W. Bush se vio en aprietos cuando le preguntaron si podía confiar en Putin. Bush respondió que tras mirarlo a los ojos encontró a una persona “directa y confiable” y pudo obtener “una impresión de su alma”.
No muchos saben exactamente qué quiso decir Bush, pero su secretario de Estado, Colin Powell, no estuvo de acuerdo. En un documental de la BBC, Powell recuerda haberle dicho a su jefe: “Yo todavía lo miro a los ojos y veo a la KGB”, en referencia a la agencia de seguridad de la Unión Soviética en la que Putin trabajó durante 16 años.
De su época de espía, varios analistas estiman que le quedó la noción de que el estado debe tener la prioridad absoluta -a veces incluso en detrimento de la democracia- así como una frecuente desconfianza de Occidente.
Una y otra vez, el presidente ruso ha mirado con desdén las actividades de países como Estados Unidos cerca de su territorio y rechaza que traten de “aleccionarlo”.
Putin ha tratado de impedir una mayor influencia de Occidente a través de demostraciones de fuerza, como ocurre ahora en Crimea.
Así como ha aparecido en fotografías montando a caballo con su pecho a la vista o nadando en un río siberiano, también ha intentado presentar a un país en buen estado físico.
Para sus asesores, un mandatario que cuida de sí mismo equivale a decir que también cuida de su país.
Sus detractores lo ven narcisista, pero sus seguidores valoran esa vitalidad. Una canción tecno que sonó en 2002 en Moscú decía: “Yo quiero un hombre como Putin que esté lleno de fuerza, yo quiero un hombre como Putin que no beba”.
La letra es una referencia al problema del alcoholismo en Rusia, que afecta principalmente a los hombres, y representa el contraste entre el presidente y su antecesor, Boris Yeltsin, un mandatario más viejo, más extravagante y mucho menos saludable que le abrió las puertas del poder.
Lo curioso es que, a diferencia de su importancia actual, en un comienzo no muchos apostaron por ese novato que en 1999 se convirtió en el quinto primer ministro de Rusia en 18 meses.
Pero Putin se catapultó al Kremlin cuando lideró el envío de tropas a Chechenia ese mismo año, algo que muchos vieron como un triunfo militar pero radicalizó a los rebeldes chechenos.
Desde que se convirtió en mandatario en 2000, su meta ha sido volver a convertir a Moscú en un gran poder global. No ha ocultado su nostalgia por la Unión Soviética (calificó su colapso como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”) y no ha dudado en defender su zona de influencia.
Cuando Yeltsin le entregó la presidencia, un país desmoralizado y en crisis económica, Putin afirmó que “por primera vez en los últimos 200 o 300 años, Rusia enfrenta la amenaza real de resbalarse al segundo o incluso al tercer escalón de los estados del mundo”.
Para evitar ese resbalón se dispuso a recuperar la economía impulsado por los vastos recursos naturales del país y quitarles a los oligarcas la gran influencia política que tuvieron bajo Yeltsin. Fue controvertido, pero le ayudó a asegurar un mayor control en Moscú.
Sus aliados también controlan buena parte de los medios de comunicación y ha incrementado las restricciones para organizaciones no gubernamentales con vínculos extranjeros, muchas de las cuales se enfocan en reportar abusos de derechos humanos.
Esas políticas las combinó con un componente militar que ha sido un fundamento tanto de su ascenso político como de su gobierno. Eso incluye las acciones en Ucrania, pero también el misil intercontinental que probó en los últimos días o sus intentos recientes de tener una mayor presencia en países como Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Todavía está por verse qué resultará de esos intentos. Lo que nadie duda es que mientras Putin siga aferrado al poder -y ya lleva casi 15 años en él- hará lo posible para que la visión de Rusia se destaque en el plano internacional por más polémica que resulte.
Occidente sabe que tendrá que contar con él: no por nada Putin aparece descrito en los cables diplomáticos revelados por WikiLeaks en 2010 como el “macho alfa” de Rusia.