[contextly_sidebar id=”20ddbdfa6e54979c3414263e1de053d1″]Es una puerta: tiene el dintel a unos dos metros de altura y el ancho suficiente para dejar pasar a una persona por vez. Como una puerta en una casa cualquiera, que separa la habitación de la sala, aunque ésta se use como vía de salida de Estados Unidos a México.
Por ella son deportados los mexicanos sin papeles una vez que son arrestados por las autoridades estadounidenses: en 2013, fueron 322.600.
Una puerta de hierro fundido, con las costuras mal terminadas y un enorme candado con cadena, oxidada por el viento y la sal del océano Pacífico que se encuentra a apenas unos kilómetros. Pequeña, ridículamente pequeña en comparación con el muro fronterizo que la contiene, que se extiende hasta donde se pierde la vista.
La llaman El Chaparral, o Módulo Whisky-3 en la jerga alfanumérica de las fuerzas de seguridad, y queda cerca de la esquina oeste de la frontera binacional, donde la ciudad californiana de San Diego se encuentra con Tijuana.
Es el último pedazo de suelo estadounidense que verán los deportados mexicanos, los únicos latinoamericanos que -al compartir un borde físico con el país del norte- son expulsados a pie.
II.
Lo que más temor le da a Manuel Fonseca es abrir el buzón de su casa por la mañana.
“Mi vida depende de la carta”, dice. Se refriega las manos y respira, muy hondo. “¿Qué hago yo si llega la carta?”
La temida misiva es la que podrían enviarle las autoridades migratorias estadounidenses para estipular el día de su deportación. Puede ocurrir en cualquier momento: le queda menos de un mes de la última extensión que consiguió por vía legal y ya agotó todos los caminos que le sugirieron los abogados.
Este mexicano de rostro enjuto y cejas casi tan anchas como su bigote lleva en ello desde 2010, cuando la policía lo paró por manejar un auto maltrecho que creyeron robado. No tenía licencia: no tiene derecho a una, como le ocurre a muchos de los 11 millones de indocumentados que se estima viven en el país. Manejar sin permiso fue parte de la vida en las sombras que asumió desde que, en 1993, entró ilegalmente a Estados Unidos.
Vivió así hasta que llegó la requisa de los agentes de tránsito: tan pronto detectaron que era un illegal alien -el rótulo con que el gobierno estadounidense identifica a los sin papeles- lo llevaron al centro de detención de Otay, a media hora de su casa en los suburbios de San Diego.
“Yo era azul”, dice a BBC Mundo, para explicar el código de colores que rige tras las rejas. Azul son los presos de baja peligrosidad, como la mayoría de los que están allí por delitos de tipo migratorio, puestos a convivir con “los rojos” y “los naranjas”, acusados de crímenes más graves.
Fue el azul, la buena conducta, el historial criminal limpio lo que lo ayudó a conseguir una fianza para esperar el resultado de su caso de deportación junto a su mujer Betsabé y sus dos niños, en su casa modesta y prístina, que huele a mango y duraznos recién cortados y está repleta de dibujos infantiles y fotos familiares.
Poner el peso de la casa sobre los hombros de su esposa y perderse las prácticas de fútbol del menor de la familia: no puede ni pensar cómo sería su vida de deportado.
“Dicen que deportan a criminales, gente delincuente… Pero no es verdad, míreme si no a mí”.
III.
La presidencia de Barack Obama está cerca de batir un récord: al ritmo que llevan, las deportaciones superarán este año la marca histórica de los dos millones.
Lo que significa que en seis años habrán sido expulsadas de Estados Unidos tantas personas como entre 1892 y 1997, revela la socióloga Tanya Golash-Boza, en un estudio de la Universidad de California en Merced.
“Es probable que el número dos millones ya haya pasado por esa puerta”, apunta un portavoz de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE), que nos acompaña al punto de deportación en El Chaparral.
Y es probable, según dictan las estadísticas, que efectivamente haya sido un deportado de a pie: dos tercios de quienes son expulsados son mexicanos y salen en su mayoría por estas puertas, siete a lo largo de 3.100 kilómetros de frontera.
“También aumentó el número de reincidentes que deportamos (aquellos que ya tienen una deportación anterior), arrestados sobre todo en la zona de la frontera. Y luego están los que son detenidos en el resto del territorio, entre quienes se nota un aumento de los deportados criminales”, detalla Rosario Vázquez, director asistente de la Patrulla Fronteriza en San Diego, mientras nos lleva a caminar por el muro de chapas oxidadas, originalmente usadas como planchones de aterrizaje en Vietnam y recicladas aquí fines de los años 80.
Durante su primer período en la Casa Blanca, Obama dictó un cambio de rumbo en la política de deportaciones: desde 2011, debe darse prioridad a los casos de indocumentados criminales, por encima de aquellos que tienen un historial limpio (salvo por la violación de leyes migratorias cometida al entrar sin papeles al país, que se considera un delito administrativo).
A la fecha, el ICE asegura que “la mayoría de los deportados” (59%, en los reportes oficiales) tiene condenas por delitos previos.
Pero los críticos señalan que más de la mitad de esos “deportados criminales” son en realidad responsables de ofensas menores, como el manejar bajo la influencia el alcohol o la violencia doméstica, y que muchos -como Fonseca- quedan atrapados en un intríngulis legal aun cuando las prioridades oficiales hayan cambiado.
IV.
Es martes al mediodía, pero podría ser cualquier otro día, a cualquier hora: la puerta de deportación se abre varias veces por jornada, tantas como se imponga. La frecuencia la marca el número de mexicanos que sean traídos hasta la valla desde los centros de detención, en camionetas o autobuses con ventanillas oscuras y rejillas de seguridad para mantener a resguardo al conductor.
La operación comienza con una sucesión de estruendos metálicos: la llave en el candado, la cadena que cae, el chirrido de las bisagras.
No hay más ruidos después: el procedimiento que ponen en marcha los agentes de la Patrulla Fronteriza y el ICE es una coreografía de movimientos mecánicos y repetitivos que se suceden sin que se escuche una voz. Sólo el repicar de la cadena, sacudida por el viento contra la puerta.
Los detenidos bajan de a pares de los vehículos, las manos esposadas y atados a un compañero con cuerdas negras por la cintura o los antebrazos.
Quedan de frente a las chapas, a una nariz de distancia de esa pared que, en muchos casos, habían logrado sortear para vivir su propia versión del sueño americano.
A algunos de los que llegan los atrapó la migraapenas saltaron la valla. Otros, en cambio, fueron detenidos después de años -o décadas- de vivir sin papeles.
Es difícil distinguir unos de otros: la deportación es igual para todos.
Ya sin esposas, un oficial les pedirá que identifiquen sus pertenencias, repartidas en bolsas de plástico. Es todo lo que se llevarán de regreso a casa: un celular, pastillas para la diabetes, un muñeco de peluche, la Biblia, el cinturón. Cordones, muchos cordones en las bolsas: se los quitan al detenerlos, como a cualquier preso, y son deportados con los zapatos sin lazo. Volver a atarlos, descubriré más tarde, es cas un ritual del deportado apena queda en libertad en su país de origen.
A la puerta estrecha del muro se acercan de uno en uno. Un oficial mexicano de sonrisa afable les pide el nombre, anota y les da paso. Cruzado el dintel, estarán de vuelta en México.
‘Bienvenidos a casa’, dice un cartel en la oficina detrás.
V.
Daniel Ledesma quedó al final de la fila: concluida esa tanda de deportaciones, la puerta metálica se cerró detrás de él.
Lo último que vio de Estados Unidos fue el rostro adusto del oficial del ICE, que lo miró a los ojos “muy serio, amenazante” mientras le daba sus petates.
“No creo que me vaya a olvidar de su cara. No es que me intimidó ni nada, si yo ya después de la cárcel… Pero fue duro, cuando uno llega a esta puerta sabe que ya no hay nada que hacer, que toca irse”, dice. Acaba de poner pie en México, el país del que emigró hace más de tres décadas, cuando tenía apenas 2 años.
Pasó los últimos nueve tras las rejas, por un delito del que prefiere no hablar. Cumplida la condena, de la cárcel en San Diego lo trajeron sin escalas hasta la puerta.
Los primeros minutos en libertad los pasa ajustando los cordones de sus zapatos marrones ajados. Estamos en la oficina de migración del lado mexicano, donde los deportados -que aquí se llaman “repatriados”, porque al fin de cuentas esta es su patria- completan el trámite antes de quedar en libertad en las calles de Tijuana.
El pantalón color café le va holgado y se le arruga en la botamanga. Habla bajito con voz cansina, resignada. No es su primera vez: ya lo habían deportado en 2003.
Pero volvió a pasar la frontera porque quería estar con sus hijos, una niña y dos varones, estadounidenses de nacimiento y sin problemas de papeles como él, “porque al final de cuentas todo esto es para poder progresar, tener una familia mejor, una vida mejor”. Y porque estaba estudiando telecomunicaciones y lo habían contratado en un empleo de buena paga. Siempre se sintió “más de allá que de acá”, dice y mira en dirección al norte.
“Ahora ya está, este es mi país. Es un poco un alivio, sí. Allá se puede hacer dinero pero acá voy a ser más libre, sin rejas ni miedo de andar sin papeles”, dice. Ya decidió que se queda, aunque en Tijuana sólo dos días, tres como mucho: quiere rumbear para Michoacán, de donde alguna vez emigraron sus padres.
Cuatro días más tarde, Ledesma sigue en Tijuana. Ha juntado algo de dinero lavando platos en un restaurante chino, aunque ya le dijeron que no necesitan de sus servicios todos los días. Consiguió un abrigo de frisa naranja “después de que pasé frío la primera noche”. Y ayuda a servir el desayuno en el comedor católico a cambio de que lo guíen un poco para ver si logra, finalmente, tomarse el autobús al sur.
Ya ha dejado de contar los días.
VI.
No lleva mucho tiempo descubrir la ruta cotidiana de los recién deportados en Tijuana.
La primera parada obligada es el Instituto Nacional de Migración (Inami), una oficina luminosa y de pisos de mosaico relucientes, reinaugurada con pompa a fines de 2012 como “modelo” entre las unidades de repatriación.
“Uno de los principales problemas es reducir el estigma que viene con ser deportado. Es una condición psicológica muy concreta”, dice su director, Rodulfo Figueroa Pacheco, delegado gubernamental para Baja California, el estado por el que más repatriados entran.
El funcionario considera que México tiene una “obligación moral” con los compatriotas que regresan.
Aunque las necesidades prácticas son las que se imponen: darles comida y seguro médico y un teléfono para llamar a la familia. Les prometen una parte del billete de autobús o avión al interior del país. El deportado debe conseguirse el resto.
Y les dan un papel de identificación: la mayoría no trae ninguno que vaya a ser aceptado en México. Aquí son tan indocumentados como en Estados Unidos.
Pero los recursos no alcanzan: apenas una cuarta parte de los que pasan recibe los servicios completos, reconoce Pacheco.
México, ya lo ha dicho en alto en el pasado, esperaría que Estados Unidos ayudara a aliviar la carga económica que representan las deportaciones, a las que el presidente Enrique Peña Nieto calificó hace poco de “indignantes”.
Hay quienes creen que la situación se aliviaría si, en vez de dejar a los deportados en las ciudades de frontera, los llevaran a sus estados de origen. “Despresurizar” el borde, lo llaman.
Las autoridades migratorias estadounidenses no opinan sobre un posible cambio de estrategia, según responde la vocera del ICE a la consulta de BBC Mundo.
Pero es claro que la deportación a pie es económica: mucho más expeditiva y barata para el gobierno del norte que organizar vuelos al interior de México. (Por el momento, sólo hay un programa piloto desde Texas a la capital mexicana, criticado por sus elevados costos).
“Otro problema es que Estados Unidos no privilegia la reunificación familiar en sus políticas. La gente no va a querer irse lejos si tiene a su familia del otro lado y eso pone presión sobre las ciudades de frontera”, apunta el delegado del Inami.
VII.
En el ruidoso trajín mañanero del Desayunador del Padre Chava, su figura se destaca: es más alto que el promedio, robusto, pero sobre todo extremadamente aseado, con una afeitada al ras y un chaleco deportivo que parece recién planchado sobre el que cuelga un rosario de cuentas gordas.
“Me llamo José Aberto Pérez Zozueta, but call me Joe“, dice. Prefiere su apodo en inglés: aunque es mexicano, no habla español. Se lo llevó su familia a Arizona cuando tenía 4 años y vivió en ese estado sureño de EE.UU. desde entonces. Por 45 años.
Está sentado frente a sus frijoles con arroz en una de las mesas con mantel de hule de este comedor, fundado por un sacerdote salesiano, donde sirven el desayuno diario a más de 1.000 personas. “3.600 tortillas en promedio”, dice un voluntario, mientras saca del fuego y va apilando.
Muchos de los beneficiarios son migrantes: algunos que van cruzando hacia el norte, otros que vuelven derrotados. El resto son los más pobres de la ciudad, que conviven con los que están de paso.
“El problema es que acá todo el mundo se quiere ir, pero nadie se va. Mira por favor…yo no sé cómo lidiar con esta gente, ¿me entiendes?“, dice en un inglés de fuerte acento sureño, como el que se habla en los estados estadounidenses del centroeste. “No pertenezco aquí. Es muy difícil para mí vivir en esta cultura. No puedo, no, no puedo…”, Joe sacude la cabeza y se muerde fuerte el labio inferior.
Lleva una semana en Tee-Jey, como le dicen a Tijuana del otro lado de la frontera, y sigue la “ruta del deportado” a pie juntillas: duerme en el albergue migrante, donde los reciben por doce días y ni uno más. A desayunar va a lo del Padre Chava, donde también hay duchas y peluquero gratis, a veces hasta médicos para una consulta sencilla. Luego, a caminar por las calles o por el lecho del río seco: el albergue está cerrado durante el día y él no tiene trabajo ni miras de conseguirlo.
“¿Cómo, si ni siquiera hablo español para completar un formulario?”, lamenta el hombre, que pasó seis años en una cárcel estadounidense por robo de casas y le quitaron la green card con que había logrado legalizar su residencia.
“Prefiero estar en prisión que estar aquí. Al menos tenía un techo sobre mi cabeza y la policía no era tan mezquina como aquí. Acá cada uno está librado a su suerte. Puedo morirme baleado, en una pelea con un ladrón o con la policía, da igual. Y mi familia ni se enteraría”, dice y termina de engullirse la tortilla cargada de frijoles.
VIII.
Junto al cruce de frontera más transitado del mundo -135 millones de personas pasan legalmente cada año: dos veces la población de Francia-, Tijuana supo ser destino de fin de semana para viajeros que venían del norte en busca de playas, bebida barata o diversión.
Pero primero la violencia del narco y luego la crisis económica estadounidense se cobraron su prosperidad turística.
Ahora, la ciudad debe hacer frente a las demandas que impone el elevado tránsito migratorio en ambas direcciones. Sus efectos se sienten en la Avenida Revolución, donde muchos deambulan frente a persianas bajas tapadas de grafiti de tiendas que ya no están.
“Ellos matan el rato, pero así no vendemos”, dice uno de los comerciantes que quedan, con un puesto de artesanías de cerámica y vasos de vidrio mal soplado.
Algunas mujeres migrantes hacen parte de la oferta de prostitución que, sobre las calles laterales, no conoce descanso: “Yo vengo porque necesito dinero, no sé si me entiende”, se excusa Nadia, una cuarentona de pechos grandes y pelo rubio bajo una gorra camuflada, mientras mata el rato sacando pelusas de su saco de lana.
Por la mañana la vimos en el comedor, donde desayuna desde que fue deportada hace tres meses. Por la tarde, frente al hotel El Legado, junto al cartel de ‘No se admiten visitas sin negocio’.
IX.
Y el destino más peligroso es El Bordo, como llaman al lecho del río seco: tierra de nadie.
Un canal de cemento caliente, donde apenas hay un hilo de agua del río Tijuana y el resto son montículos de basura que se pierden bajo un manto de moscas zumbando sin pausa. Ropa vieja, comida podrida, excremento humano.
Los sin techo revuelven en busca de chatarra, los dealers venden su mercancía a la luz del día y las jeringuillas finas esparcidas por el suelo dan cuenta del flagelo de la chiva, como llaman aquí a la heroína, que no cuesta más de dos dólares la dosis.
Algunos duermen bajo el puente, otros en carpas efímeras de plásticos azules y, los que están mejor, en ñongos, que no son sino agujeros en la tierra, como si fueran tumbas con bordes de madera: aberturas reforzadas por sus propios ocupantes para evitar que los derrumbes.
Las autoridades migratorias mexicanas insisten en que El Bordo no es un problema urbano relacionado con los deportados: es un bolsón de pobreza extrema, como tantos otros en América Latina. Pero entre quienes lo recorren, prestando ayuda a sus habitantes, hay consenso sobre el impacto que la migración tiene sobre el sector.
“Cuando un deportado no recibe la atención que necesita, en diez días puede terminar en una situación de indigencia. Y cuando llega a ese punto, el único lugar al que puede venir es El Bordo”, opina el sacerdote Ernesto Hernández Ruiz, al que todos conocen como Chava por cuenta del comedor que dirige, mientras nos escolta por el canal.
Varios de los que nos salen al paso son deportados de los últimos tres o cuatro días: están en el lecho del río porque les dijeron que aquí llegan las organizaciones de caridad a repartir comida y, si tienen suerte, cobijas.
Al rato llega una camioneta y un centenar de hombres -mujeres, muy pocas- corre rampa abajo hacia el vehículo que se estaciona en el canal: un voluntario de la iglesia metodista entrega bolsas con jabón, una toalla de mano, un cepillo de dientes.
X.
Pedro Gaspar va a intentarlo por Playas. Jesús Miguel, por Tecate. Les dijeron que mañana va a llover, por primera vez en semanas.
“Cuando hay lluvia es más fácil cruzar, porque se ve menos“, me explican.
Otro cuenta que un amigo pasó por un túnel que tiene un compadre cerca de la playa, que cobra unos pesos por persona y que se puede intentar. Alguien responde que está pensando pasar en “cuatro o seis días, con la ayuda de Dios“, pero por Mexicali y con “un recomendado que lleva grupos”.
La valla, la barda, el muro. Polleros, bajadores, coyotes. La migra, laborderpatrol. El diálogo sobre la posibilidad de volver a Estados Unidos sin papeles se repite en cada rincón donde se reúnen los deportados, con una naturalidad que no guarda proporción con la empresa: se trata de sortear un muro de casi siete metros de altura o cruzar un inhóspito desierto, en un borde patrullado sin descanso.
El sacerdote Hernández Ruiz tiene una teoría: que quedarse en Tijuana, o incluso en El Bordo frente a la pared divisoria de doble altura y coronada de alambres de púa, es para los deportados una manera de sentirse más cerca de lo que dejaron atrás. Y muchos de los que se quedan son los que quieren volver a probar suerte.
“Ver esa barda ahí, tan cerca… Vengo a pensar, necesito pensar… ¿Voy a llorar por Estados Unidos? No. Pero voy a ir a torear como sea, no me doy por vencido y me voy a regresar“, se entusiasma Pedro Vargas, deportado hace una semana.
“Voy a tratar, again and again and again“, dice Jesús Miguel, y con cada “nuevamente” rebota el puño cerrado sobre su pierna. “Hasta que lo logre, no me importa si se me pone peor el record (historial criminal). I hate Mexico, lo odio, seriously“.
“¿Qué es lo peor que puede pasarme? Morir, no. A lo más, que me detengan y me deporten. Y ya me sé el camino de regreso, es por la puerta esa”.
La puerta, el camino de regreso. El de ida tiene una valla.
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