Existe cierto debate sobre si la expropiación cardenista fue una decisión que culminó un proceso de larga duración o fue un acontecimiento netamente coyuntural. Los historiadores Lorenzo Meyer y Jonathan C. Brown, navegan por la primera corriente.
La llamada “controversia” o “el problema” del petróleo en México se había iniciado durante la primea década del siglo XX, cuando Madero intentó regular la industria a través de la imposición de nuevas cargas fiscales a la producción de las compañías; posteriormente la cuestión se consolidó con la promulgación de la Constitución de 1917, cuyo artículo 27 devolvía a la Nación su derecho original a los recursos del subsuelo.
Luego, los Sonorenses enfrentaron de nuevo la resistencia de las compañías, pero se logró un modus vivendi, el acuerdo Calles-Morrow, que permitió a los petroleros seguir operando sin muchas preocupaciones sobre sus derechos de propiedad. Las políticas nacionalistas de Cárdenas, situadas un poco –sólo un poco– más a la izquierda del centro, habrían dado fin a este acuerdo.
Por su parte, otro historiador, Alan Knight, si bien reconoce estos antecedentes, señala que la decisión de expropiar no fue el resultado de años, ni siquiera de meses, de controversia petrolera; no fue tampoco un plan armado desde antes por el gobierno (un compló, como dirían algunos y que, aunque parezca extraño, es una palabra que aparece en el diccionario). Nada de eso. Cárdenas expropió bajo condiciones políticas, económicas y sociales concretas, muy distintas a las que predominaron en la década de los veinte.
Para cuando los años treinta se acercaban a su fin, la industria petrolera se encontraba a la baja y padecía los embates de las huelgas; la economía general sufría una depresión; los empresarios comenzaban a quejarse de los cortes en el suministro de combustible por causa de los paros. El presidente no permitiría que una crisis de energía detuviera las actividades económicas, pues necesitaba ingresos para financiar sus programas sociales. En pocas palabras, lo que quería era orden. Y ese orden se encauzaría a través de una meta conjunta, un objetivo común.
De esta manera, y como afirma Philip, Cárdenas quiso usar el espíritu de unidad nacional provocado por la expropiación para finalizar, más que prolongar, su programa de movilización; fue un medio de escape del conflicto inminente entre la fuerza irresistible de su seguidores radicales y el objeto cada vez más inamovible de la alarma reinante entre la clase media y la burguesía.
Es cierto, la expropiación atrajo un amplio apoyo reflejado en una exhibición sin igual de patriotismo mexicano, grandes y pequeñas manifestaciones de solidaridad con el presidente y en contra del “imperialismo” representado por las compañías petroleras.
Y de acuerdo con Knight, muchas de estas manifestaciones fueron espontáneas, pero también fueron numerosas las cuidadosamente planeadas y controladas por el gobierno, que reveló así una renovada capacidad no solo para aprovechar el apoyo popular sino también para manipular las organizaciones de masas, capacidad que fue sin duda una de las principales herencias de la Revolución.
De esta manera, el general Cárdenas planeó su batalla considerando varios frentes distintos: en el primero se encontraban la integridad del Estado, sus leyes y la figura presidencial. Ahí no cabía la posibilidad para la retirada. Las compañías petroleras, confiadas en su arsenal diplomático y sintiéndose imprescindibles, realmente calcularon mal sus fuerzas y al final quedaron solas y sin refuerzos.
En un segundo frente, el general debía de tratar de controlar al movimiento obrero y otros sectores radicales de izquierda, fuerzas crecidas bajo su amparo y que ahora representaban un peligro si no se les ponía un límite. Por último, debía enfrentar de alguna manera a los críticos, conservadores y sectores de derecha que no estaban nada conformes con las políticas de su gobierno.
Para salir avante, Cárdenas convirtió hábilmente la expropiación en un vals que puso a bailar al unísono a izquierda y derecha; no más lucha de clases, no más huelgas; no más demandas sindicales; la solidaridad nacional debía imperar. La expropiación resultó el catalizador de este giro político que sin duda puso a los conservadores anticardenistas en el pódium de los ganadores.
Ese fue el fin de la decisión del presidente, decoroso y sin derramamientos de sangre, un fin que abrió el paso a una nueva etapa de la historia de México, la del resurgimiento político del centro y la derecha.
¿Y el petróleo? El petróleo se convirtió a partir de 1938 en el símbolo nacional por excelencia; tanto así que petróleo y nación se convirtieron en una misma cosa para los mexicanos. Sin importar todos los problemas que aquejaron –y que aquejan – a Pemex, siempre habrá un motivo para celebrar el 18 de marzo.
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