Germán Alcántara Carnero está feliz porque se va. Huye de un ambiente podrido donde la violencia se respira a cada paso. “¡Lo que importa es que hoy me largo… que tendré una vida nueva… que me marcho para siempre!”, grita con euforia el protagonista de la novela El cielo árido, de Emiliano Monge, ganadora del 28º Premio Jaén de Novela (Mondadori, 2012). Es la historia de un hombre en busca del camino hacia el consuelo ante una vida llena de dolor, venganza y muerte.
El narrador advierte que seguiremos a Germán Alcántara Carnero no de forma lineal sino que conoceremos su existencia a partir de los instantes deslumbrantes de su vida. Un recorrido de 80 años que al mismo tiempo es un mapa único de la violencia en la que está sumido México y de la que no podrá escapar. Nuestrombre –como se le menciona en el primer capítulo- no imagina que “un hombre puede irse de un lugar pero no puede marcharse de una historia”.
Germán Alcántara Carnero es una metáfora de la historia de México, el México rural en el olvido. Un país que persigue la esperanza sin alcanzarla. ¿Qué puede hacer un hombre en medio de un territorio que desata una violencia natural? ¿A dónde ir si la Meseta Madre Buena se extiende hacia el infinito y en su cielo dominan los buitres pardos? Los perros no dejan de ladrar a la noche y no se cansan de reñir. El frío, el hartazgo y el hambre es lo único cierto.
El cielo árido es una novela de una violencia incontenible pero también es una novela del conflicto perpetuo, donde el paisaje arcilloso condiciona el carácter feroz de los personajes: la furia derramada de Nuestrombre contra las personas que viven a su lado. Estamos frente a una biografía discontinua de la violencia. Quizá uno de los momentos más fuertes es cuando Germán Alcántara Carnero asesina a su padre, quien se ha convertido en un verdadero animal obeso. Lanza un molde para adobes contra el rostro de Félix Salvador y de inmediato sus dientes caen destrozados, no deja de escurrir sangre sobre su cuerpo.
El autor que reside en Barcelona, España, exige una atención total. Las páginas desprenden un aire polvoriento que poco a poco envuelve al lector en ese ambiente sórdido donde es difícil respirar. Hay constantes flashbacks y cambios de nombres de Germán Alcántara Carnero, dependiendo fecha-situación de una historia que no se sabe exactamente en que momento comienza. Sólo se sabe que en ese tiempo rígido no hay perdón ni alivio. La pluma de Emiliano Monge destila un exceso admirable de pasión por el lenguaje. Sin duda, la paciencia e inteligencia del lector estarán a prueba.
-¿Cuál fue el momento clave en que decidiste escribir esta novela?
Siempre he tenido muy clara la importancia del reto del lenguaje en mi trabajo. En mis últimos libros me importaba mucho más la forma de la novela que la historia. Ahora decidí poner el estilo al servicio de una historia potente, profunda, que pudiera hablar de lo que a mí me interesa cuando no es el lenguaje: la historia de México. Yo estudié Ciencia Política y hay una parte de mí que no se puede quitar lo politólogo. ¿Qué hay de la historia de México? Quería contar el siglo de la violencia –el siglo XX- un poco planteando que la violencia del narcotráfico no se gesta de manera espontánea como mucha gente cree. Quería contar eso y quería contarlo no como las novelas históricas sino como una biografía. Para esto necesitaba un personaje que fuera una metáfora de un lugar y es así como empiezo a construir la historia de El cielo árido, la historia de Germán Alcántara Carnero y del lugar imaginario que es la Meseta Madre Buena, que trata de unificar varios aspectos del México rural.
-¿La vida de Germán Alcántara Carnero es de alguna forma 80 años de “violencias ocultas”?
Claro. Está el movimiento campesino, los cristeros que es la misma gente de la revolución, nada más que con líderes diferentes. Cuando acaba la guerra cristera hay muchas zonas en México que siguen en armas, combatiendo. Todas las violencias rurales tienen un sentido de la rebelión, incluyendo el narcotráfico, aunque suene muy duro decirlo. Aunque nos cueste. No se puede negar que tiene contenidos terribles, pero sería de ciegos no reconocer que hay gente que se mete al narco con el ánimo puro y exclusivo de vengarse. Y este es un acto político. Esta ola de violencia es perfectamente rastreable desde los años de la revolución hasta la actualidad.
-¿Cuáles fueron los retos literarios para escribir El cielo árido?
El primer reto fue contar una historia. El segundo fue romper el tiempo. Que no hubiera linealidad, evitar la secuencia que es perfecta para el cine, pero en la literatura tiene que encontrar nuevos medios. Romperla, destruirla, por eso se cuenta la novela en fragmentos, en flashazos. El gran reto fue que la historia de la novela –como si fuera un gran cuadro- la pudiera tapar con una sábana blanca que nos impidiera ver la obra, hacerle 15 hoyos pequeños del tamaño de una moneda y que a través de lo que uno viera tener la imagen completa. Y después el reto del lenguaje, el reto con el que trabajo todos los días es que cada frase sea distinta a la anterior, que la novela no se parezca en nada a la novela anterior. Que el narrador sea completamente distinto, que la gente me diga “uy qué bárbaro, esta novela no se parece nada a la pasada”.
-Las condiciones territoriales y el paisaje, ¿determinan la personalidad de los personajes?
Determinan el carácter de todos los personajes, la forma de la novela y hasta el lenguaje. Pienso de manera muy plástica porque mi padre es escultor. Estuve más cerca de la escultura y de la pintura que de la literatura hasta que me volví escritor. Siempre leí mucho pero la presencia de la escultura y la pintura era muy pesada y me gusta vincularlas con los libros a partir de un color. Es decir, mi libro de relatos es un libro verde y la primera novela pienso que es azul oscuro, muy como platina. Esta novela siempre la pensé muy como el amarillo del desierto, muy polvoriento. En ese sentido quería que esta característica lo marcara todo: en los espacios abiertos, en el vacío. Se refleja en el lenguaje que casi no hay comas, son redacciones muy largas, en vez de comas hay dos puntos. Mi idea es que la lectura pudiera generar vallas, que cansara y que diera una sensación de falta de aire, de tener sed. Los personajes son personas muy resecas por dentro y resecas en la manera de relacionarse con los demás. Son personas áridas, son como animales del desierto, muy solitarios, rodeados de nada y con mundos interiores poderosos porque es la manera de sobrevivir al silencio del desierto.
-¿Qué mueve a Germán Alcántara Carnero en la búsqueda de consuelo?
El gran territorio olvidado de México es el universo rural. Me parece que la única manera de sobrevivir es a través de la esperanza, es lo único que hace que la gente no le ponga fin a su vida de manera casi natural, no se nulifique así misma.
El grado de cultura de una sociedad se mide en cómo resuelve sus conflictos. Los humanos buenos o malos somos conflictivos por naturaleza y el cómo resolvemos los problemas habla de qué tan modernos somos. Aquí la novela siempre está sobre el filo de la resolución de los conflictos.
-¿Tuviste algunas relecturas en este proceso de escritura?
No hubo relecturas. A diferencia de muchos autores de mi generación a mí no me pesa la tradición literaria mexicana. Me considero parte de esa tradición, acepto la tradición de la literatura latinoamericana y creo que la entiendo como una herramienta. Quizá ni siquiera soy consciente de lo que tomé de las novelas para El cielo árido. Sí hubo muchos recordatorios de lecturas pasadas, tenía muy presente la novela Revolución, a Juan Rulfo, lo primerito de Carlos Fuentes y La muerte de Artemio Cruz, a escritores latinoamericanos como Ribeyro y su libro de cuentos Silvio en El Rosedal.
-¿Qué ventajas o desventajas trae escribir desde la distancia?
Me da una ventaja fundamental que hay menos ruido. El escritor necesita silencio para trabajar. El lenguaje es importante porque el error de las novelas de este tipo –seguramente hubiera caído si viviera en México- es que el lenguaje trata de imitar a la verdad, trata de imitar el habla de los campesinos y eso no es lo que se tiene que hacer en la novela, eso lo hace la crónica desde el periodismo. La novela tiende hacía la veracidad, no hacía la verdad. La gran virtud de Pedro Páramo es que la gente del campo no habla así, pero tú lees Pedro Páramo y dices “así habla la gente del campo de Pedro Páramo”.
-¿Qué opinas que ahora las librerías están inundadas de novelas sobre el narcotráfico?
Es normal que la literatura nacional se entregue al tema político más importante o al dolor más profundo del país. Así sucedió en Colombia en los 80. También es completamente normal que de esa literatura quede poco. Creo que quedarán las que comprendieron que el narcotráfico es un escenario y no un personaje. Va a quedar Trabajos del reino, de Yuri Herrera; Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos. La novela de gatilleros morirá porque es una novela muy fácil, una novela que está haciendo lo que tiene que hacer la crónica periodística. Creo que la narcoliteratura tiene otro gran defecto que al ser tan del presente elimina la figura del narrador y eso es un gran problema. La novela del narcotráfico en México lo peor que le ha pasando es que los autores cuentan la historia, no hay narradores en las historias. Urgiría que entendieran que es importante el narrador, que el narrador no es el autor.
-Y es precisamente lo que distingue a El cielo árido…
Es una declaración de principios. Creo que mi generación y varias antes han evitado la construcción de narradores. Si Crimen y castigo, Los demonios, Los hermanos Karamazov, El idiota estuvieran contadas directamente por Dostoievski, si no tuvieran narradores, serían obras que quizá no hubieran llegado a ser lo que son. Igual sucede con Guerra y Paz, Ana Karenina y La muerte de Iván Ilich. Y eso es fundamental, el narrador es el 50 por ciento de un libro, y cuando no hay narrador no hay ficción. La autoficción es un pretexto. En la autoficción aunque hay cosas buenas, muy pocas, la inmensa mayoría es mala literatura. Y es un género que a mí me molesta mucho.
-Pero en los últimos años la autoficción ha predominado en la literatura latinoamericana, ¿es una mala señal?
Hay varios años de autoficción. Pero Canción de tumba, de Julián Herbert, es punto y parte. Porque en Canción de tumba hay un narrador. Y es la demostración que la autoficción no tiene porque ser sin narrador. En la novela de Julián, además de que hay una arquitectura de novela poderosísima, hay evidentemente un narrador. Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, es una novela ejemplar de autoficción. Quizá también tiene que ver con el momento en que vivimos, los escritores ven demasiada TV y muchas series. Porque el cine y las series no tienen narrador, es la cámara. Y entonces tratan de imitar y pierden el sentido del narrador. Además porque es más fácil escribir sin narrador. Escribir aprendimos todos en la primaria y contar historias cualquiera lo puede hacer. Lo difícil es construir el narrador, ese es el verdadero arte literario. Hay novelas como El beso de la liebre, de Daniela Tarazona, que tiene un narrador excepcional y es una novela absolutamente desquiciada pero con una lógica interna bellísima.