I.
Suele decirse que, hace 15 años, en Acteal fueron asesinadas 45 personas, soslayando con ello que cuatro bebés nonatos murieron en el vientre de sus madres, durante el ataque paramilitar perpetrado el 22 de diciembre de 1997 contra esta comunidad indígena, católica a grado tal que, aún hallándose dentro de la zona de control del EZLN, se reclama “pacifista”.
Suman, pues, 49 víctimas de la matanza: 18 mujeres adultas, nueve hombres, 14 niñas, cuatro niños, más los cuatro bebés.
Y a ellos deben añadirse 25 sobrevivientes, que resultaron con lesiones graves a causa de las armas de grueso calibre usadas en su contra, mismos que, hasta la fecha, reciben atención médica y psicológica por parte de especialistas solidarios, que pagan sus traslados a la Ciudad de México y les brindan terapia, gratuitamente.
Pero hay también una sobreviviente que no suele contarse. Una embarazada que oculta las heridas de las dos balas recibidas en el vientre bajo un rebozo blanco, de manta, sobre el que flores negras han sido bordadas.
Es la Virgen de la Masacre, sencilla figura de la guadalupana elaborada en pasta barata, la cual “presidía” aquella noche de oración y ayunto en la vieja ermita de Acteal (una cabaña de maderos desvencijados), noche que terminó siendo el Lunes Sangriento mexicano, y de la que esta figura religiosa escapó, rengueante, para convertirse en el más valioso emblema de las dos “semillas” que se cultivan en este caserío, alzado sobre una empinada colina, entre el tupido follaje, en el municipio rebelde de Polhó: las semillas de la “memoria” y de la “esperanza”.
II.
“Los paramilitares dispararon primero de lejos -recuerda Juan, integrante de la mesa directiva de Las Abejas, organización comunitaria que coordina el autogobierno en Acteal-. Esos fueron los disparos que le dieron a la virgen.”
Los ojos de este hombre son como dos razguños en la piel, por los que las lágrimas asoman, pero se niegan a salir. Él, como todos aquí, perdió a alguien en la matanza.
“Las mujeres y algunos hombres estaban rezando -narra-, estaban en una jornada de tres días de oración y ayuno, y les dispararon primero de lejos; ellas corrieron, intentaron escapar, pero llegaron a un punto donde las acorralaron, les hicieron como un círculo, y ahí les siguieron disparando.”
En ese punto de la colina, 15 años después, las víctimas siguen recostadas, aunque no ya sobre la yerba, como fueron abandonadas por sus atacantes, sino en una capilla que resguarda sus restos, tan amplia ésta que su nivel superior hace de ‘mukinal’, es decir explanada y ágora de este pueblo tzotzil, acostumbrado desde hace décadas a tomar en colectivo cualquier determinación.
Y junto a esta capilla se alza la nueva ermita de Acteal, erigida con tabicón y cemento, y que deja a sus espaldas la otra de madera, la otra con los hoyos de bala, tan respetada, no obstante, que la nueva no la sustituye, sino que funge, acaso, sólo como una ampliación.
Es en la ermita nueva donde el recuerdo embosca a Juan. “Acá es ahora donde tenemos a la Virgen de la Masacre -dice-, aquí le rezamos ahora, es muy venerada… Ya la curamos de sus heridas. Pero la vieja ermita ahí está, y ahí seguirá, porque para nosotros es sagrada.”
III.
El padre Pedro Humberto Arriaga es un hombre sonriente, conocido desde hace tantos años en esta zona de Chiapas, que los adolescentes hasta le hablan de “tú”.
Él llegó a Acteal un mes después de la masacre, en enero de 1998, y aquí permaneció por diez años, siendo, pues, testigo del proceso de “pasión, muerte y resurreección” experimentado por sus habitantes, campesinos todos, indígenas todos, y sumidos todos en la pobreza.
“Yo te voy a dar una prueba de qué tan fuerte es la espiritualidad de esta comunidad -asegura el actual sicario episcopal de la zona tzotzil, que incluye 11 parroquias de Los Altos de Chiapas-: aquel día, antes de morir, el señor Alonso Vázquez, quien había organizado el ayuno y la oración, abrazó a su esposa, cuando vio que cayó y que no se levantaba, entonces el señor Alonso gritó ‘¡Padre, perdónalos, no saben lo que hacen!”
El padre cita las palabras que, según el evangelio católico, emitió Jesús al ser crucificado, como si Acteal fuese el primer lugar del mundo donde hubiesen sido pronunciadas.
La sinrazón es la misma, aunque mediaran 1997 años de diferencia.
“La masacre se asume como un hecho terrible -dice el padre-, porque fue un ataque dirigido contra los creyentes, fue una emboscada sin lógica alguna, dirigida contra gente que oraba por la paz en Chiapas, gente que estaba dentro de un templo.”
Y por eso mismo, destaca, la virgen destruida por las balas, y a la que en ese momento se encomendaban las víctimas, se ha convertido en un “fuerte símbolo” de la estrecha unión que, en ésta y otras comunidad indíganas de Chiapas, experimentan la lucha social y el compromiso de fe.
“Se trata de una imagen de la Virgen de Guadalupe que antes del ataque medía poco más de un metro, pero durante la matanza, con las balas, se fracturó”, remata el padre.
Aunque los indígenas la recuperaron tras el ataque, la vendaron y trataron de restaurarla, pegando las piezas, en la actualidad esta imagen no mide más de 50 centímetros de altura, y ya no alcanza a sostenerse en pie por sí misma, sino que recarga su hombro en la urna de cristal donde hoy se mantiene, y un poco de costado es como mira a sus feligreses.
Y sin dejar de ser Guadalupe, aquí se le conoce como “María de la Masacre”.
IV.
La matanza de Acteal fue perpetrada por indígenas del municipio de Chenalhó, identificados por Las Abejas como militantes priistas y cardenistas “que fueron armados y entrenados por la Policía de Seguridad Pública de Chiapas, el Ejército Mexicano, y financiados por el gobierno federal (en ese entonces encabezado por el priista Ernesto Zedillo)”.
En los meses posteriores a la masacre, 83 indígenas de las comunidades vecinas a Acteal fueron procesados penalmente como autores materiales; sin embargo, menos de un año después, cinco de ellos fueron liberados, misma suerte que corrieron otros otros 51, entre 2009 y 2012.
En la actualidad, “quedan sólo 27 personas presas, condenadas a purgar 26 años de prisión -denunció Las Abejas este sábado, al conmemorar 15 años de la matanza-, lo cual demuestra el empeño del gobierno en negar la verdad y la justicia a las familias, así como negar los hechos”.
Pero ellos no son, destacó la agrupación comunitaria, los únicos impunes, sino también el ex alcalde de Chenalhó, el priista Jacinto Arias Cruz; el ex gobernador de Chiapas, el priista Julio César Ruiz Fierro; el militar Mario Renán Castillo, “artífice de la guerra encubierta contra los zapatistas”; el ex secretario de la Defensa, Miguel Ángel Godínez Bravo; y en especial el ex presidente Zedillo, “a quien, vaya donde vaya, su crimen, y la sangre de Acteal, le reclamarán cuentas, y su conciencia no le dejará vivir en paz por se el principal autor intelectual”, lo mismo que a Emilio Chuayfett, entonces titular de Gobernación y actual secretario de Educación del presidente Enrique Peña.
“¿Qué va a a hacer Chuayfett en la educación pública -pregunta Las Abejas-, enseñar cómo se masacran niños y niñas?”
V.
Es el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arizmendi, el encargado de encabezar la misa en honor a los “Mártites de Acteal”, celebrada este sábado en la tierra de Las Abejas.
Su púlpito es adaptado en el mukinal de la capilla donde descansan los caídos, adornadado con una alfombra de filamentos de pino, y una ofrenda en la que, además de las cruces con los nombres de los “mártires”, la comunidad ha colocado flores, naranjas, sandías y decenas de velas, tan flacas que se encorvan con el paso de los discursos políticos y los saludos solidarios, que preceden la ceremonia ecuménica.
A un costado yace la virgen de Acteal, aquella que en distintos años ha recorrido en procesión de fieles los pueblos de la región, y que ahora es sahumada en copal por una diminuta anciana, la cual, con discreción, aviva la braza cuando parece menguar, sentada en un banquito que deja su cabeza por debajo del púlpito y de la atención de los presentes, quizá unos 300 indígenas y mestizos que acuden a la conmemoración.
“Contemplamos a María -dice el obispo-, María de Guadalupe, María de la Masacre, a quien vemos como la purísima madre de dios, pero a quien hoy, además, descubrimos cercana, a quien hoy miramos como una de las mujeres de nuestro pueblo, con la vida, dificultades y problemas de las mujeres de nuestro pueblo, con el poco aprecio que otros tienen por ellas, aunque ellas son quienes más sufrieron… queremos contemplar a María como una de las nuestras, porque ella también era pequeñita y olvidada; porque ella, literalmente, recibió las balas de la agresión, y ella participa de nuestro luto y de nuestra esperanza.”
Rodean al altar, que funde emblemas católicos e indígenas, los principales de la comunidad: los hombres de un lado, en calzón de manta, chuj (abrigo) de lana y sombrero de listones; y del otro las mujeres, con enaguas oscuras y su rebozo de flores bordadas, atados en todos los casos de la misma forma, con un nudo que une sus extremos por debajo de la garganta.
“Se ha pretendido manipular y enlodar el heroísmo de los Mártires de Acteal, atribuyendo la masacre a supuestas confrontaciones o pleitos entre comunidades -dice el obispo-, pero lo cierto es que su único pecado fue creer en la posibilidad de la paz, construida por medios no violentos, por la oración y el ayuno… Han pasado los años y parece que nunca se llegará al fondo de la verdad ni a una justicia verdadera, pero los mártires no han dado su sangre en vano: ésta crece, florece, da frutos de experanza, de fraternidad y amor… Pero buscamos los porqués: por qué la muerte de los inocentes, por qué las injusticias y la mentira, por qué la aniquilación de los débiles, por qué la impunidad, y muchos más “por qué”, pero sólo atisbamos un esbozo de respuesta cuando contemplamos a aquel niño temblando de frío en la pobreza, pero henchido de amor por ser uno de los nuestros; verlo sufriendo como cada uno de nosotros y con cada uno de nosotros, adquiere sentido cuando él, contra todas las estructuras y todos los enemigos, sigue firme, fiel, seguro, invitando a los demás a ser sembradores de experanza y constructores de paz…”
La misa termina con música de tambores, una flauta de carrizo, una guitarra y un arpa, a la que le faltan dos cuerdas, pero nadie extrana sus notas: aún entre las lágrimas y la indignación acumulada durante tres lustros, una danza ritual indígena lleva a todos (prelados, feligreses y activistas), a dar brinquitos y sonreír.