Beber es uno de esos pequeños placeres de la vida, una expresión de lo que deseamos, de nuestra libertad. Un poquito de abandono en una copa. Claramente valoramos nuestro derecho a beber algo que nos gusta. Es la razón por la que la Ley Seca fracasó en forma espectacular en Estados Unidos.
Pero me he enterado de algo que podría quedarse atorado en nuestras gargantas colectivas: las bebidas que elegimos generalmente no son, de hecho, de nuestra elección. Aún peor, a veces somos manipulados constante e inconscientemente para que bebamos algo que otro quiere que bebamos.
Éstas no son habladurías de borracho. Es una conclusión que se ha estado destilando en un número de fríos y sobrios estudios científicos sobre lo que influye sobre nuestro comportamiento en materia de bebidas.
Tales estudios muestran que nuestras decisiones son influenciadas en forma subconsciente por todo, desde el color de una bebida, hasta su nombre, el precio y el ambiente del bar en que la consumimos.
Incluso la forma del vaso en que la cerveza o el vino son servidos influye en la velocidad con que bebemos. Y la industria del alcohol juega con estos factores. Al hacerlo, juega con nosotros, dejándonos mareados en el proceso.
A primera vista, es difícil entender cómo puede deslumbrarnos el color de una bebida. La ginebra es transparente, la cerveza es color ámbar, el vino tinto es rojo. La evidencia está a la vista.
Pero el color de una bebida afecta la percepción que tenemos sobre su capacidad para aplacar la sed, según un estudio publicado en la revista especializada Food Quality and Preference Journal. Y esto, a la vez, puede cambiar según el vaso en que la contiene.
Para probarlo, los investigadores sirvieron bebidas en vasos de distintos colores. Cuando se pidió a un grupo de sujetos que escogieran su preferido, un número significativo optó por vasos azules o verdes. Los colores “fríos” fueron considerados más efectivos para satisfacer un cuerpo sediento.
Esto explica por qué muchas de las mezclas baratas conocidas como “alco-pops” son azules o verde brillante.
Hasta el hecho de que el nombre de la bebida incluya un color, como “coctel pájaro azul” o “azul eléctrico”, nos atrae.
Nuestra percepción del sabor también se ve afectada por un tema de tonos. Esperamos sabores diferenciados de frutas de colores, como el tomate en un bloody mary.
El precio es otro elemento que podría estarnos jugando una trastada a la hora de elegir qué beber.
Mientras más cara cuesta una bebida, más se elevan nuestras expectativas. Parece natural: si pagamos más por una champaña esperamos que sepa mejor.
Pero la investigación científica muestra que esto no siempre es así. Un estudio de la Universidad de Stanford y el Instituto de Tecnología de California (aparecido en la publicación National Academy of Sciences) concluyó que nuestra apreciación de una botella de vino se ve afectada directamente por cuán costoso nos dicen que es, más que por su precio real.
Así, tendemos a creer que el vino caro es mejor, sin importar si en verdad lo es. Eso nos deja vulnerables a la explotación.
No sólo serían quienes fabrican bebidas alcohólicas los que estarían jugando un poco con nosotros, sino también aquéllos que nos las sirven.
La forma de un vaso de cerveza influye en la velocidad en que la tomamos, según una investigación realizada por la Universidad de Bristol.
Un vaso curvado dificulta percibir cuánto líquido queda adentro, así como darse cuenta de cuándo se ha tomado más de la mitad. En consecuencia, bebemos más rápido.
Otro estudio encontró que los vasos cortos y anchos producían un efecto similar. Con éstos es más difícil juzgar el volumen, así que servimos más en ellos que cuando usamos copas delgadas y altas.
Del mismo modo, complica controlar el ritmo de bebida. De hecho, hace que uno se pregunte quién está marcando ese ritmo, si uno o quien fabricó o sirvió el vaso.
Pero los “manejos” de nuestro amigo el barman no terminan allí. Algunos locales lucen descuidados, apenas un montón de mesas y sillas desperdigadas anárquicamente, y nos encantan por su “carácter”. Otros responden a un diseño cuidadoso, con paredes pintadas de cierta manera, videos y música.
Suele no tratarse de una casualidad, porque el ambiente de los sitios donde bebemos afecta cómo bebemos. Dueños y diseñadores lo saben.
Un estudio publicado en la revista Food Quality and Preference mostró que tocar música latina impulsa inconscientemente a la gente a escoger bebidas que “suenan” latinas, como piña colada, margarita o cerveza.
Los bares que parecen “fríos”, por ejemplo, gracias a un video de un iceberg proyectado en la pared o a muebles azules, nos hacen optar por bebidas calientes, como café, té o chocolate.
Prácticamente no hay escape. Beber en casa, lejos de estas influencias ubicuas y penetrantes, implica ir al supermercado o licorería por nuestra bebida favorita.
Los dueños de las tiendas colocan el alcohol estratégicamente en las estanterías para llamar nuestra atención y limitar nuestras opciones.
“Se ha convertido algo común la venta de vino junto a comidas de microondas o en los refrigeradores de comidas listas para llevar”, dice una organización británica dedicada a enfermedades del hígado, British Liver Trust, en un informe sobre alcohol.
“Esto envía un mensaje subliminal al trabajador ocupado o al comprador en el sentido de que podría -y que de hecho es normal- consumir alcohol con la comida. ‘Vamos, has tenido un día duro, lo mereces’, dice”, señala el informe.
Según el centro que monitorea el mercado de alcohol en Europa, la manipulación ahora se está extendiendo a los niños.
Fabricantes de bebidas están añadiendo sabores alcohólicos a comidas destinadas a menores de 18 años.
La idea es que se familiaricen con el sabor. Y al asociar así marcas con gustos, los fabricantes crean lealtad hacia marcas de alcohol mucho antes de que se hayan iniciado en el campo de la bebida.
¿Brindamos por eso?