Un buen día, el dramaturgo y premio Nobel de Literatura irlandés Bernard Shaw le envió a Winston Churchill (a quien detestaba) dos invitaciones para la premier de una de sus obras teatrales.
Con las entradas iba una pequeña misiva que decía: “Para que venga con un amigo (si es que lo tiene)”.
Poco después le llegó la respuesta de Churchill: “Me es imposible asistir a la noche de apertura, pero iré a la segunda función (si es que la hay)”.
Luego de contar esta anécdota, Héctor Anaya rompe en carcajadas. Está en la biblioteca de su apartamento, en Ciudad de México, rodeado de libros, de fotos de Gabriel García Márquez en la época en que escribía Cien Años de Soledad y de recuerdos gozoso de insultos.
Escritor, periodista y pedagogo, Anaya dedicó buena parte de los últimos diez años de su vida a recopilar un libro sobre el arte de insultar, el cual acaba de ser publicado en México.
En sus casi 500 páginas, hace un recorrido por los insultos políticos, los agravios entre literatos (se remonta a los fabulosos encontrones procaz-poéticos entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora) y trae un “bocavulgario”, con insultos de diferentes países y culturas.
Pero tanto su conversación, como su libro, no es sólo anecdótica. También es erudita.
Lo que no pudo Shakespeare
“El insulto, en rigor, no es una majadería (grosería), entre otras razones por que está dirigido, tiene un destinatario y tiene un remitente. La majadería no. Tu puedes decir una -cabrón, pendejo- y es aplicable a muchas personas”.
Recuerda que la palabra insulto proviene del latín insaltare “que quiere decir caerle a alguien. O asaltare, que es lo mismo”.
“Yo lo defino como un estilete que afecta el órgano que uno quiere lastimar, nada más”.
Por eso, dice que el insulto logra lo que no pudo conseguir Shylock en la obra El Mercader de Venecia, de William Shakespeare.
Shylock -rememora Anaya- es el usurero que le presta dinero a Antonio, quien a cambio le empeña una libra de su propia carne, “lo más cerca del corazón”. Cuando Shylock -que detestaba a Antonio- pretende cobrar su “pound of flesh”, la abogada de Antonio le dice: él te empeño una libra de carne, pero ni una sola gota de sangre. A ver cómo le haces. Shylock se queda sin cobrar.
“Creo que el insulto sí lo logra: te arranca un pedazo de carne. Porque, además, las palabras sarcasmo y escarnio, que tienen mucho que ver con los insultos, se relacionan con la carne. Sarcásticamente es posible arrancarte un pedazo de carne sin derramar una gota de sangre. Pero quedas lastimado para siempre”.
Diferencias culturales
Por supuesto, siendo mexicano, buena parte de su libro lo dedica a su país. Y se remonta a la época de Hernán Cortes.
“Curiosamente, algo que hoy nos parece moderno, como el graffitti, Bernal Díaz del Castillo (conquistador español y cronista de Indias) cuenta que los primeros letreros que se pusieron en México con carbón fueron en la casa de Cortes. Sus soldados le reclamaban el reparto del botín. Bernal dice que el propio Cortés respondía al día siguiente con otros letreros”.
También, por supuesto, ha advertido diferencias entre los insultos y groserías entre los diferentes países latinoamericanos.
“Lo que en México es una majaderia enorme, la más terrible, ‘la chingada’ -que tiene la prosapia de que se ocupó de ella Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad-, pues en Bogotá, Colombia, yo le escuché a una señora de buena apariencia decirle a su hija de unos ocho años: ‘Ya se te chingó el vestido'”.
(Risas) “Claro, para mi fue alarmante oir a una señora expresarse así. Y los demás no se sorprendieron, les pareció natural. Hasta que me enteré que cuando le pasa eso a un vestido es que se le zafó el dobladillo”.
Otra palabra es “pendejo”, que aunque en Colombia significa “tonto” y en México es un poco más fuerte, en Argentina, Uruguay y Paraguay quiere decir alguien joven.
“En Paraguay es especialmente el novio de la muchacha. Así que uno puede estar en un cena que le invite un paraguayo y cuando ya son las once o doce de la noche y preguntas ¿y por qué no cenamos? te pueden contestar ‘estamos esperando al pendejo de mi hija'” (risas).
Ni que decir de la palabra “culo”, que en muchos países latinoamericanos es casi tabú decirla en público y en España se usa normalmente en los medios de comunicación.
Historiador y protagonista
Pero Héctor Anaya no se ha limitado a ser historiador del insulto, también ha sido protagonista. Durante su larga trayectoria ha cruzado sables con personajes de la talla de Octavio Paz, quien -recuerda- alguna vez pidió que lo despidieran de su trabajo en un periódico porque en una columna se burló de la revista que dirigía.
De hecho, a Octavio Paz -polemista formidable- le dedica un capítulo entero de su libro.
Sin embargo no es ese el encontrón que más recuerda, sino el que tuvo con un escritor ya fallecido, que anhelaba reemplazarlo como conductor de un programa cultural de televisión, y quien un día lo increpó: “¿qué diferencia hay entre tú y yo?”.
-“Una especie, güey”, le respondió Anaya, de inmediato. Porque, según él, un insulto hay que responderlo en cuatro segundos. “Después se vuelve rencor”.
¿Y cuáles son sus escritores preferidos en esa rapidez para contestar al agravio? Responde sin vacilar: Oscar Wilde y Bernard Shaw, dos irlandeses.
Ese par de irlandeses, pero también griegos, estadounidenses, alemanes, ingleses y latinoamericanos, están representados en El Arte de Insultar, que ha tenido buena acogida. “Desgraciadamente, hasta ahora, no ha molestado a nadie”, remata Héctor Anaya con una carcajada final.