Las casas de migrantes en México representan el único refugio de indocumentados centroamericanos y sudamericanos en su tránsito por nuestro país para intentar cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Son sitios donde además de encontrar descanso, comida, aseo y atención médica básica, se mantienen a salvo de los peligros del camino, entre ellos, el crimen organizado.
El cierre de la casa San Juan Diego, en Tultitlán, Estado de México, el pasado 10 de julio, auguraba dejar a su suerte a cientos de viajeros pobres que a diario llegan ahí. Por eso, la Diócesis de Cuautitlán, que tenía a su cargo el albergue, implementó una “brigada de alimentación” en una carpa debajo del puente vehicular de avenida Independencia, cerca de las vías donde los migrantes intentan subir a los trenes de carga que van al norte.
Pero el problema prevalece. El padre Cristian Alexander Rojas dice que no han visto respuesta de parte de las autoridades para conseguir un terreno que permita reubicar la casa que se vieron obligados a cerrar por problemas con los vecinos, quienes argumentan que los visitantes traen consigo inseguridad para sus colonias.
La tensión social se incrementó desde agosto de 2011, cuando el cuerpo de un migrante guatemalteco fue hallado sin vida entre las vías del tren.
Esos mismos vecinos se oponen también a la operación del refugio provisional y el 16 de julio advirtieron estar dispuestos a desmantelarlo ellos mismos, en caso que las autoridades no tomaran acciones en un plazo de dos semanas.
Alejados del conflicto comunitario que implica su presencia, diariamente llegan al campamento entre 150 y 300 migrantes, en su mayoría hondureños, que son atendidos por jóvenes voluntarios.