La Jornada publica hoy que conforme la avioneta iba tocando tierra, podíamos ver cada tanto, a los lados de la pista de terracería, restos de vacas muertas. Al bajar pudimos constatar, al caminar unos metros, que había en un solo lugar una veintena de osamentas resecas y un montículo de huesos blanqueándose al sol.
Pero no fue todo: el presidente municipal, Noé Guangorena Cruz (quien llegó al cargo como candidato de una coalición PAN-PRD), y algunos miembros de su equipo –donde la mayoría son ganaderos– nos condujeron a una de las tres fosas donde han depositado parte de las 5 mil cabezas de ganado que cerca de este pueblo han muerto de hambre y sed a causa de una sequía de 23 meses. En el camino había, entre los resecos matorrales, más carcasas momificadas por un sol que hace subir la temperatura a 30 o más grados. Ya la gente no llega a la fosa, nomás tira a los animales en la orilla del camino, comenta un regidor. Sería fácil saber de quién era el animalillo, por la marca del fierro. ¿Tendrá caso averiguarlo y multar al dueño?
En la fosa, de unos 30 metros de largo por 15 de ancho y unos cuatro de profundidad, había restos de alrededor de 40 animales. Ya los zopilotes, ahítos, no se amontonan sobre la carroña y sobrevuelan –remolino de plumas oscuras recortándose nítidamente sobre un cielo azul–, sin sombra de nubes. El espectáculo a ras de tierra es dantesco y mueve a una rabia que deja en la boca el amargo sabor de la bilis. Tenemos otra fosa más arriba, ¿quiere verla? Teníamos otra, pero ya se copó y la cerramos, dice el munícipe. Declinada la invitación, conversamos con una pareja de apesadumbrados campesinos que llevaban en su camioneta decenas de pacas de rastrojo de sorgo, algunas a medio pudrir, para tratar de salvar alguna de las 25 vacas que les quedan, de 40 que tenían.
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