Lorenza tiene 28 años y teme perder sus escasas pertenencias. Todo lo que esta mujer puede considerar como suyo cabe en una tienda de campaña hecha con plásticos, por la que se filtra el agua si llueve demasiado. En el centro, hay un colchón en el que todavía duermen sus tres hijas; Maren, Viviana y María Laura. Las tres están cubiertas casi hasta arriba con varias mantas. A su alrededor el mobiliario es escaso. Apenas dos armarios, un televisor y un montón de cestas en las que se amontona la ropa.
Esta tienda de campaña se encuentra en el campamento otomí, ubicado a la altura del número 18 de la calle Roma, en la colonia Juárez.
“Queremos una vivienda digna y progresar”, dice la mujer. Explica que una de las cosas que más le duelen son los reproches cuando vende en la calle. Cuando le dicen que se busque un trabajo, que se regrese al pueblo, que es una india. “Si no fuese por los indígenas la gente no tendría sus casas. ¿Quiénes son los que las construyen?”, argumenta.
Son las 8 de la mañana. En el campamento los habitantes comienzan a desperezarse. Una mujer limpia la ropa en una pila. Otro joven ata los hilos con los que fabrica pulseras que luego venderá en la calle. En algunas de las tiendas hay carteles de apoyo a Marichuy, la candidata del Consejo Nacional Indígena, o de recuerdo a Samir Flores, activista contra la termoeléctrica de Morelos asesinado hace más de tres meses.
El campamento empieza a despertar, hay personas que comienzan sus rutinas y otros que no han dormido en toda la noche: son los que montan guardia para avisar si ven algo sospechoso.
Creen que pueden ser desalojados en cualquier momento.
Desde hace dos décadas, integrantes de la comunidad otomí, triqui y náhuatl residen en la colonia Juárez. Primero se instalaron en el predio de la embajada de España en tiempos de la República española (de 1931 a 1936, aunque estuvo en funcionamiento hasta el fin de la guerra civil, en 1939). El sismo de 2017 dañó el edificio y, un año después, fueron desalojados. Se establecieron en dos campamentos: uno en la calle Londres 7 y el otro en Roma 18.
La mayor parte de los integrantes del campamento proceden de Santiago Mexquititlán, estado de Querétaro.
“Desde chiquita yo estaba ahí. Ahí dentro estábamos más seguros. Aquí corremos riesgos, pasan los carros, no podemos estar seguros aquí afuera. Pasan borrachos, gente que no vive aquí y nos pueden hacer algo. Ahí lo teníamos cerrado”.
Joaquina tiene 22 años y no conoce otra vida que no sea la de la Juárez. Llegó con su madre cuando tenía dos años y ahora su hija, de 5, acude al colegio cada día tras dormir en una tienda de campaña. Dice que le gustaría tener una “vivienda digna” y que por eso se mantienen aquí, porque esperan que las autoridades les ofrezcan una solución. Viste traje tradicional otomí y dice sentirse molesta cuando le acusan de no ser indígena.
Estas mujeres relatan ser discriminadas. Aseguran haber sido insultadas por su condición de indígena y, al mismo tiempo, acusadas de no serlo.
La preocupación más urgente para ambas es otra. Lorenza y Joaquina tienen en mente lo ocurrido el pasado 30 de mayo. Sus compañeros de la calle Londres, con quienes compartían condiciones de vida, pero no organización, fueron expulsados en un operativo coordinado entre la alcaldía de Cuauhtémoc y la secretaría de Seguridad Pública del Gobierno de la Ciudad de México. Ellos evitaron el desahucio. Pero no se sienten a salvo. Creen que en aquel momento eludieron el desahucio porque mantenían una mesa de diálogo institucional, pero no confían en las autoridades.
Temen que ocurra lo mismo con ellos. Son 80 personas las que siguen pernoctando cubiertos por precarios plásticos.
“El alcalde dijo la semana pasada que esta semana podrían venir. Tenemos el temor de que pueda ocurrir”, dice Diego García, representante de la Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata, que acompaña al campamento.
“El miedo que tenemos todos es que lleguen, nos vayan a golpear, nos tiren las cosas como pasó con los otros compañeros”, dice Isabel, otra de las residentes en tienda de campaña. Ella vende artesanías. En concreto, unas muñecas cuyo precio oscila entre los 120 y los 240 pesos. Teme que si viene la policía no pueda recuperar el material para fabricar las muñecas. Es lo que les ha ocurrido a los que vivían en Londres 7. Según explica Roberto, uno de los expulsados, la alcaldía no les devolvió sus pertenencias. Únicamente seis familias de las que fueron desalojadas permanecen en un plantón en el Zócalo. “No tenemos otro lugar a dónde ir”, dice Roberto.
La otra cara de la moneda son los vecinos de la zona. Exigen que se levante el campamento. Alegan ruidos, suciedad y delincuencia. Ellos fueron la razón de que se expulsase a los ocupantes de la calle Londres, según Arturo Medina, subsecretario de Gobierno de la Ciudad de México.
Los vecinos alegan que, tras el primer desalojo, se ha desatendido su petición de terminar con el trabajo. Según explica Alberto, uno de los residentes que comenzó a organizar reuniones contra la presencia del campamento, acudieron dos ocasiones a la audiencia pública de la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaun. También solicitaron audiencia privada con el alcalde de Cuauhtémoc, Néstor Núñez.
Únicamente lograron una reunión abierta con Núñez. El encuentro tuvo lugar el jueves 13 de junio. Se celebró en la plaza Giordano Bruno, justo frente al campamento de la calle Roma. Acudieron vecinos y también algún representante de la comunidad otomí. Según Alberto Gutiérrez solo se llegó a un acuerdo: reforzar la seguridad. Ahora hay un policía permanente en la zona.
Sobre las demandas de los residentes, que se centran básicamente en la expulsión del campamento, no hay más novedades. En la alcaldía de Cuauhtémoc aseguran que el objetivo es celebrar otro encuentro. Si tuviesen previsto desalojar tampoco lo dirían.
A pesar de ello el rumor de que puede llegar el desalojo en cualquier momento está en el ambiente. Les llegó a los comunitarios, que el sábado convocaron una conferencia de prensa para denunciar su situación. También les ha llegado a los vecinos, en cuyas redes se extendieron los rumores sobre una posible expulsión.
No solo los vecinos se han reunido con las autoridades. Los miembros de la comunidad otomí aseguran haber mantenido reuniones con Larisa Ortiz, directora de la Secretaría de Pueblos Indígenas de la Ciudad de México. Según denuncia Diego García, recibieron una visita en la que la institución se comprometió a apoyar con agua y colchones. El agua llegó solo en una ocasión. La versión es corroborada por fuentes de la secretaría, que aseguran que están ejerciendo de enlace entre los comunitarios y otras instituciones como el Invi, el Instituto de Vivienda.
Los residentes en el campamento no han variado sus demandas: dicen que están dispuestos a levantar sus tiendas si se les garantiza una vivienda en la colonia. Aseguran que ofrecieron comprar el predio, que la ley tiene mecanismos de expropiación, pero que las autoridades no tienen voluntad.
Aunque mantienen posiciones antagónicas, comunidad otomí y vecinos tienen un punto en común: ambos se sienten abandonados por las instituciones. Después del desalojo del 30 la situación ha regresado a una tensa calma. Y eso inquieta a todo el mundo.
La sensación en el ámbito institucional es que no hay nadie que se haga cargo del conflicto. Animal Político preguntó al Gobierno de la Ciudad de México, a la secretaría de Seguridad Pública, a la Secretaría de Pueblos Indígenas y a la alcaldía de Cuauhtémoc. Cada institución pasó a la pelota a otra sin explicar algún tipo de plan para resolver el conflicto.
Mientras tanto, en la calle Londres, la desalojada, ya se han realizado las labores de limpieza. Lo mismo ocurre en el interior del predio. Esta zona está custodiada por agentes armados. Uno de ellos se identificó como policía del Estado de México. Se trata de una práctica habitual: subcontratar agentes públicos para custodiar terrenos privados.
“Parece que lo reactivo fue el poder del dueño del inmueble”, dice Alberto Gutiérrez, uno de los impulsores del grupo vecinal. Sospecha que se limpió una parte del terreno para poder construir, y que las diferentes instituciones van a darles la espalda.
Según los acampados, el predio es titularidad de una inmobiliaria llamada Eduardo S.A. de C.V. En la alcaldía de Cuauhtémoc, sin embargo, indican que el terreno todavía está en disputa.
No es fácil vivir en un campamento en mitad de la calle Roma. Isabel explica que no tienen agua corriente, que tienen que recogerla de la toma de un parque cercano. Dice que lo hacen de noche, porque si no los vecinos se molestan. También se queja de que los residentes les culpan de hechos en los que ellos, asegura, no tienen responsabilidad. Como los desperfectos en el pavimento, que ellos achacan a las tuberías que pasan por debajo.
“Aquí no hay drogas ni delincuencia, nadie de aquí roba”, dice la mujer. Explica, por ejemplo, que la víspera hubo un problema con cuatro jóvenes de la comunidad. Según su versión, alguien les acusó de robar en un Oxxo, aparecieron varias patrullas, un agente llegó a sacar un arma.
Es probable que la versión que tengan los vecinos de la calle sea completamente diferente.
Hay dos mundos completamente opuestos en una pequeña calle de la colonia Benito Juárez y solo coinciden en una cosa: creen que las autoridades no quieren abordar soluciones al problema.