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El albergue es la calle: solicitantes de asilo esperan con desesperación que abra la frontera en Matamoros
El albergue es la calle: solicitantes de asilo esperan con desesperación que abra la frontera en Matamoros
Alejandro Cegarra /National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund.
12 minutos de lectura

El albergue es la calle: solicitantes de asilo esperan con desesperación que abra la frontera en Matamoros

23 de septiembre, 2020
Por: Alberto Pradilla
@albertopradilla 

El hallazgo del cuerpo del guatemalteco Rodrigo Castro de la Parra, líder de su comunidad al interior del campamento de solicitantes de asilo en Matamoros, Tamaulipas, fue un duro golpe para cientos de hombres y mujeres que llevan más de un año atrapados en la frontera. La muerte tuvo lugar el 18 de agosto y no hay una versión convincente sobre por qué un joven que buscaba la protección de Estados Unidos terminó ahogado en el Río Bravo. Sus restos aparecieron en la orilla, entre los matorrales que crecen junto al agua, a varios metros de las carpas en las que duermen cientos de centroamericanos, venezolanos y cubanos.

“Puede ser la desesperación”, dice Nahum, hondureño de 30 años que ya ha superado los doce meses de intentar tramitar su asilo en Estados Unidos. Es muy delgado y los pómulos le marcan el gesto mientras vende dulces junto a una gran carpa vacía que antes se utilizaba de comedor al interior del campamento. Explica que Rodrigo para él era como un hermano, que siempre estaban juntos y que no sabe cómo su cuerpo pudo llegar ahí teniendo en cuenta que el guatemalteco no sabía nadar.

Las versiones sobre la muerte del guatemalteco son diversas. En medios locales se dijo que Castro de Parra estaría tratando de ayudar a una mujer embarazada a pasar al otro lado del río. Otras tesis hablan de que alguien lo empujó. A la desesperación por las malas condiciones de vida y la falta de expectativas después de seis meses con la frontera cerrada a causa de la Covid19 se le suma el miedo. Este es un territorio en el que nadie da un paso sin que la Maña, como se conoce al crimen organizado, lo disponga.

La muerte del joven solicitante de asilo añade dramatismo a un campamento en el que languidecen cientos de personas. No hay estimaciones oficiales sobre cuántos duermen aquí. Según organizaciones civiles que han entregado apoyo a los solicitantes, en su momento álgido fueron más de dos mil, pero ahora Médicos Sin Fronteras (MSF), una de las dos que nunca abandonaron el espacio, cree que podrían estar en torno a 700, aunque podrían ser más. Están en un limbo. Abandonados y sin expectativas. La pandemia por Covid19 cerró las fronteras desde el 21 de marzo. Esta clausura se renueva mensualmente y el plazo expira el próximo 21 de octubre.

Al temor de contagiarse de coronavirus se le suman las múltiples incertidumbres que se añadieron a su día a día. La mayor parte de organizaciones que apoyaban en el campamento se marcharon, solo permanecieron MSF y Global Response, un colectivo estadounidense. Muchas fábricas cerraron, así que los que tenían trabajo en la maquila lo perdieron. A finales de agosto, el Instituto Nacional de Migración (INM) instaló una cerca metálica que rodea todo el perímetro. Más que un campo de solicitantes de asilo, este lugar empieza a parecer una estación migratoria al aire libre.

“Estamos mal. Las condiciones higiénicas no son aceptables y no sabemos cuándo vuelvan a abrir la frontera”, dice Nahum. Según explica, huyó de San Pedro Sula, la segunda ciudad de Honduras, porque temía ser víctima de alguno de los grupos criminales que allí operan. Entre su familia había miembros del Ejército y de la Policía Nacional Civil (PNC), lo que le ponía en el punto de mira de pandillas como el Barrio 18 o la Mara Salvatrucha (MS-13), las dos principales estructuras que no solo están establecidas en Centroamérica, sino también en el sur de México y Estados Unidos. Temeroso ante la posibilidad de sufrir un ataque, Nahum decidió que pediría refugio en el norte. Pero ha quedado atrapado en el camino. Su esposa está embarazada de cinco meses. Duermen en una tienda de campaña y se ganan algunos pesos vendiendo bolsas de papas fritas y botellas de coca cola.

“El albergue era la calle”

La historia del campamento de Matamoros es la del abandono absoluto de familias que llegaron para pedir protección en Estados Unidos pero que chocaron con las restricciones impuestas por el presidente Donald Trump. Las primeras carpas se colocaron hace más de un año, en julio de 2019, cuando el programa “Quédate en México” comenzó a funcionar en la ciudad fronteriza. El plan llevaba operativo desde el 19 de enero de aquel año. Tijuana, en Baja California, fue la primera ciudad en la que se puso en marcha, probablemente porque ese fue el destino de miles de migrantes que participaron en las caravanas de finales de 2018.

El Protocolo de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés) es el primer gran acuerdo en esta materia firmado entre los gobiernos de Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador. Presionado por Washington, el mandatario mexicano se comprometió a frenar el flujo procedente del sur y desplegó miles de agentes de la Guardia Nacional en ambas fronteras. Además, aceptó recibir a las personas que piden asilo en Estados Unidos para que esperen en México su cita con el juez. Ahí está el origen del campamento.

Hasta agosto de este año, 65 mil 877 personas fueron incluidas en “Quédate en México” según datos de la Universidad de Siracusa, que elabora estadísticas a través de peticiones de acceso a la información. De ellos, 15 mil 698 llegaron a través del puente internacional de Brownsville, Texas, que lo une a Matamoros. Solo en agosto de 2019, hace un año, más de 4 mil solicitantes de asilo fueron devueltos por este paso fronterizo. Los primeros que llegaron ni siquiera sabían que había un nuevo programa por el que tendrían que permanecer en México. Al interior de Estados Unidos, todavía en las hieleras, les decían que tendrían un albergue y que el gobierno mexicano dispondría infraestructura para atenderlos. Pero no era así. No había nada. Ni un albergue ni cuatro paredes. En agosto de 2019, Animal Político documentó cómo el gobierno mexicano trasladó al sur a decenas de solicitantes de asilo con la excusa de que se encontraban en territorio peligroso. Muchos de ellos ni siquiera sabían dónde les llevaban. Aquellos operativos fueron cuestionados incluso por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Una investigación de la agencia AP reveló recientemente que los traslados fueron pagados con fondos destinados a la cooperación con Centroamérica.

Según relata José, hondureño de 34 años procedente de El Progreso, en el departamento de Yoro, “el albergue era la calle”. El hombre trabaja repartiendo leña al interior del campamento y fue de los primeros en instalarse. Su gran trauma: que su hija pequeña, de cuatro años, vio cómo unos tipos les apuntaban con un arma a él y a su esposa mientras los secuestraban en las afueras de Matamoros. Su caso de asilo fue rechazado y ahora están pendientes de la apelación. Como las cortes están cerradas, no sabe cuándo podrá regresar para tratar de convencer a los jueces que su vida corre peligro en Honduras y que en México casi le matan.

“Esta es la vida del emigrante: secuestros, torturas, extorsión. Uno tiene miedo hasta a salir a buscar trabajo. Está todo parado y nosotros, aquí a la intemperie, rogando a dios que abran de nuevo”, lamenta. “Si uno tuviera dinero rodeara también. No hay dinero, no hay cómo pasar”, explica. “Rodear” significa cruzar la frontera con un pollero. Aunque en esta zona, en la que el crimen organizado manda, todo tiene un precio. El permiso para saltar oscila entre los 500 y los 3 mil dólares. La pasada completa hasta Houston puede alcanzar hasta los 14 mil, lo mismo que te cuesta ser trasladado desde San Pedro Sula, en Honduras.

José no tenía dinero y cruzó México a las bravas, tentando a la suerte de autobús en autobús. O eso dice. Su fortuna terminó cuando los oficiales estadounidenses le obligaron a dar la vuelta y esperar en México. Aquellos días de agosto eran devueltos más de cien extranjeros al día, que se sumaban a los deportados mexicanos. Los primeros expulsados colocaron algunas tiendas junto a las oficinas del INM. Luego se desplazaron a la orilla del río Bravo, la misma barrera natural que tuvieron que desafiar para alcanzar Estados Unidos. Allí comenzó a levantarse el campamento que ha llegado hasta la actualidad.

Las estructuras en las que duermen los migrantes son el triste ejemplo de que llevan demasiado tiempo aquí. Se están sofisticando. Antes se refugiaban en tiendas de campaña donadas por colectivos estadounidenses. Ahora ya son carpas unidas mediante telas, plásticos y cobijas amarradas a palos clavados en la tierra o a los árboles. Son estructuras precarias, pero cada vez mejor construidas. Hay espacios en los que caben dos o tres tiendas y que han sido reforzados con plásticos por encima para proteger de la lluvia. Hay hornos levantados en la tierra. Hay tiendas dedicadas al reparto de alimentos y otras convertidas en negocios en los que pueden comprarse pupusas o baleadas, los platos típicos de El Salvador y Honduras. Hay urinarios portátiles y lavaderos y regaderas. Este es un pequeño barrio hechizo que sus habitantes dicen no querer abandonar hasta poder entrar en Estados Unidos. Pero el tiempo pasa. Cada vez hay estructuras más estables, lo que implica vocación de permanencia. Si el campamento no estuviese levantado en una borda artificial de tierra, uno podría pensar que el siguiente paso sería transitar de la tienda de campaña de plástico a una pequeña casita de concreto y lámina. Eso significaría la derrota absoluta para hombres y mujeres que nunca quisieron quedarse en México.

“Ninguno pedimos estar aquí”, lamenta José.” Las condiciones no son las que uno quiere para su hija, para su familia”. El hondureño es de los veteranos porque lleva más de un año varado. Los que menos tiempo cargan a sus espaldas llegaron aquí en febrero. Luego llegó la pandemia de Covid19 y frenó el flujo de migrantes en seco. Ahora que el INM ha vallado el perímetro, no parece previsible que el campamento vaya a crecer. Ni siquiera el paso del huracán Hanna, que a punto estuvo de inundar las carpas, los convenció para replegarse. Las autoridades barajaron la opción de reubicarles al interior de Matamoros, pero el campamento se negó. Es una cuestión psicológica muy poderosa. Creen que, si se alejan de la frontera, es como si dieran pasos atrás en su proceso. El ser humano es un animal de costumbres. Así que este barrio de nómadas se quedará tal como está, dividido en tres sectores y convertido en parte del paisaje fronterizo.

Tres sectores: centroamericanos, caribeños, mexicanos

José el hondureño vive en el primer sector, el más cercano a la puerta de entrada, el de los veteranos. La mayoría de ellos son centroamericanos que se enteraron de “Quédate en México” cuando lo sufrieron en sus propias carnes. El sector 2 ocupa el centro del perímetro y es la zona en la que las organizaciones internacionales instalaron sus carpas. Ahí hay mayoría de población cubana y venezolana. En el extremo más cercano al puente internacional está el sector más informal, el de los mexicanos. En principio no deberían estar ahí porque este es un terreno para solicitantes de asilo dentro del programa “Quédate en México”, pero ellos también están pidiendo protección. Son el símbolo de un problema que los diferentes gobiernos han ignorado reiteradamente: los desplazados internos al interior del país que ante la inacción de sus autoridades recurren como alternativa a refugiarse en Estados Unidos.

“Hemos perdido un poco la esperanza”, lamenta Pablo Ernesto Mancías, de 30 años, nacido en Cienfuegos, Cuba, y atrapado en la frontera desde hace más de un año. Cuenta que llegó a Reynosa el 5 de agosto de 2019, que trató de cruzar pero que fue devuelto dentro del programa “Quédate en México”. Poco tiempo después de ser expulsado, fue capturado por un grupo criminal. “Estuve 14 días. Gracias a Dios no me dieron golpes, aunque me sacaron mil dólares”, dice el joven, que marcó de la isla por no estar de acuerdo con el sistema político que lo dirige desde la revolución de 1959 dirigida por Fidel Castro. Relata que ya había intentado salir ilegalmente en varias ocasiones, pero que en agosto de 2019 logró un pasaje a Nicaragua y aprovechó para escapar. Los vuelos sin visado a este país centroamericano han sido una de las rutas más utilizadas por quienes deciden probar suerte en Estados Unidos. En su caso, su destino es Costa Rica, donde vive uno de sus primos.

“He ido dos veces a mi cita. Esta iba a ser la tercera, pero hasta que no abran el puente no hay cita”, explica. El proceso es largo y parece pensado para agotar a quienes buscan protección. La primera cita apenas es un trámite en el que uno se presenta ante el juez. En la segunda se realiza la entrevista de “miedo creíble”, que es cuando el extranjero tiene que explicar por qué escapó de su país y cuáles son los riesgos a los que se enfrenta. A partir de la tercera debería recibir una respuesta. Así que Macías se ha quedado con la incógnita y tiene claro que este año no recibirá una respuesta.

Él, por lo menos, tiene una motivación en el campamento. Se llama Brenda, es salvadoreña y la conoció en el albergue Senda de Vida, en Reynosa. Ella también trae una historia trágica a sus espaldas: huida a la carrera por las amenazas de la pandilla (no especifica cuál) e intento de cruzar frustrado en Ciudad Juárez, Chihuahua. Allí comenzó su proceso de asilo cuando fue secuestrada. La Unidad de Política Migratoria, dependiente del Instituto Nacional de Migración, tiene registrados únicamente dos secuestros perpetrados contra migrantes en lo que llevamos de 2020. Existe un gran subregistro de las violaciones a los derechos humanos que sufre la población extranjera de camino a Estados Unidos.

Reconoce el cubano que a veces se siente mal, que la desesperación le carcome. “Hay personas que se marchan, que se regresan a su país. No aguantan. Yo llevo año y tres meses fuera de mi casa”, explica. Observa con desconfianza la decisión de encerrarles. Cree que el gobierno mexicano lo hace “para controlarnos mejor”.

“Hay mucha incertidumbre, muchas personas que están sin esperanza con lo que va a ocurrir con ellas”, dice Marta Gómez, coordinadora de apoyo a albergues de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). La institución colabora con diversas alternativas para los que se desesperan: pedir refugio en México, ser canalizados laboralmente o el retorno asistido. La diferencia respecto a la deportación es que este es un viaje voluntario en el que el migrante debe demostrar que su vida no corre peligro al regresar. Desde las caravanas de 2018, más de 3 mil personas han regresado a sus países apoyados por la OIM. De ellos, más de la mitad pertenecen al programa “Quédate en México” de petición de asilo.

“Desde junio les están aplazando sus citas. Llevan un año en tránsito, están a un paso, varados por la pandemia, que solo les van a postergar las citas, esto les desanima mucho. Se mentalizaron que su proceso iba a durar seis meses. Ahora no saben si tan siquiera en seis meses van a abrir la frontera”, dice Paula Juárez, trabajadora social de MSF al interior del campamento.

Los meses pasan y las alternativas se agotan para el campamento. El padre Francisco Gallardo, director de la Casa del Migrante, cree que es necesario que las organizaciones de derechos humanos internacionales estén presentes en la zona. Recuerda que este es un territorio peligroso para los migrantes, que son habituales los secuestros y las extorsiones. También mira hacia el gobierno mexicano. “Prometió trabajos, prometió facilidades, pero no ha cumplido”, explica.

Desde marzo, cuando Estados Unidos cerró la frontera dentro de las medidas de excepción para hacer frente a la Covid19, muy pocos casos han sido procesados en el norte. Tras el inicio de la pandemia, apenas 134 personas fueron devueltas a Matamoros mediante el programa “Quédate en México”. Lo que el gobierno de Estados Unidos hace ahora es rechazar a quien intenta cruzar la frontera irregularmente: 147 mil 601 personas fueron expulsadas por este procedimiento, de las que 7 mil 131 eran centroamericanas. El programa para solicitantes de asilo era una deportación encubierta con la promesa incierta del proceso. Las devoluciones actuales tienen la ventaja de que no queda registro. Así que cada noche hay hombres, mujeres y niños que intentan cruzar al otro lado con la certeza de que, si los atrapan, podrán volver a intentarlo. Solo hay una condición para dar el salto: pagar al crimen organizado, que es el que manda en la frontera.

Este trabajo se realizó con apoyo de National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund

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