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Luego de los sismos del 7 y del 19 de septiembre, la mayoría de las casas afectadas en el municipio de Juchitán, Oaxaca, exhiben daños comunes: derrumbes de techos, así como fracturas y desmoronamiento de las partes superiores de sus muros. Sin embargo, en este municipio existe una localidad, el poblado Álvaro Obregón, en donde los daños de las viviendas parecen invertirse, ya que son los suelos y las cimentaciones las que se fracturaron.
[contextly_sidebar id=”8dMMu1LfY6cFWfQFk6j9ppWSWParCK2i”]”Cuando tembló del suelo empezó a salir agua salada, agua de mar, se hicieron grietas en el suelo, y por ahí salía el agua, y eso fracturó todas las casas desde abajo. Nunca habíamos visto algo así antes”, explica César Toledo, comandante de la policía comunitaria creada por la población hace cinco años.
Álvaro Obregón es una localidad ubicado frente a dos lagunas que dan paso al océano Pacífico, y sus pobladores viven básicamente de la pesca. Sin embargo, explica el comandante de la policía comunitaria, “desde el temblor la laguna está llena, hay mucha corriente, yo estaba pescando cuando tembló (el 7 de septiembre) y el motor parecía que se había quedado sin fuerza, de tanta corriente, por eso ahorita nadie está pescando, y no hay trabajo”.
En Álvaro Obregón, explica José Crispín Figueroa, integrante del cabildo comunitario, órgano vecinal que gobierna la localidad, “muchas casas se vinieron abajo (con los sismos), pero a la mayoría de la gente le negaron el folio (es decir, su inclusión en el censo de damnificados, para la obtención de financiamiento para la reconstrucción). Aquí hay como 3 mil casas dañadas, y sólo dieron folio a cerca de 500, porque como nosotros somos comunitarios, la gente del gobierno municipal (encabezado por Gloria Sánchez, PRD-PAN) nos da la espalda, no nos apoya”.
Los únicos que recibieron apoyo, subrayó, fueron quienes respaldan al gobierno municipal de Juchitán.
Desde el año 2012, los pobladores de Álvaro Obregón expulsaron a los funcionarios de la agencia municipal oficial, al enterarse de que habían autorizado el cambio de uso de suelo en una franja de tierra en la que una empresa privada pretendía instalar 132 aerogeneradores. Dos años después, en 2014, establecieron en asamblea popular una policía comunitaria, un consejo de ancianos, y un cabildo comunitario.
A partir de ese momento, explica por su parte Pedro López Orozco (también integrante del cabildo comunitario), “en asamblea se eligió el primer cabildo, y ahorita nosotros somos el segundo, porque estamos en el cargo sólo por tres años. Todos estamos en el tequio, nadie cobra”.
La comunidad, sin embargo, está dividida. “Como el gobierno municipal de Juchitán no reconoce al cabildo comunitario, instalaron una nueva oficina en lo que era el local de la COCEI (grupo agrario creado por el PRD), y los apoyos (para la reconstrucción) sólo se dieron a los que los que están con ellos, y a todos los que estan con el cabildo comunitario les dijeron que su casa no tenía nada”.
Martha López es una mujer de 61 años, aunque luce mucho mayor. No tiene dientes, su piel está pegada al hueso y los dedos de sus pies están completamente torcidos por la artritis.
Desde el sismo del 7 de septiembre, ella duerme a la intemperie, junto con su hija, su yerno y sus dos nietos, bajo un pequeño techado de palma que ante solía ser su cocina, ubicada en el patio de la casa, ahora encharcado por el agua salada que sigue filtrándose del subsuelo.
Martha y su familia solían dormir en dos habitaciones construidas con tabique, varillas y cemento, pero estos cuartos se inclinaron con los sismos de septiembre, debido al reblandecimiento de la tierra.
El suelo de cemento de ambos cuartos se partió, explica Joaquín, yerno de Martha. Luego tronaron las paredes y, finalmente, el techo de losa.
El agua, pues, se iltra por el suelo y, cuando llueve, por el techo.
Aún así, esta es una de las familias a las que se les negó la inclusión en el censo de damnificados.
“Pasa la gente (del gobierno) a la casa –narra Martha– y dicen ‘está bien la casa’, y se van. Pero entra el agua (por las grietas del suelo) y ahorita dormimos en la cocinita de palma que tenemos ahí.”
Martha habla, afligida, mientras su yerno mete la punta de su machete entre las grietas que cruzan el suelo de la construcción que era el dormitorio de todos, para mostrar el daño.
“Aunque sea una pena –remata Martha–, o un castigo, ahí estamos, en la cocina de palma. Y yo lloro, porque soy pobre, y hay unos (vecinos) que tiene dinero, y todavía les están dando ayuda, pero yo soy pobre, y dicen que mi casa está bien. Ya con dios lo van a pagar…”
El caso de Martha se repite en cada casa que se visita.
Adolfa Santiago Regalado es una mujer de 50 años, que cuida, junto con su marido, a cinco nietos.
“Mi hija es mamá soltera –explica Adolfa–, trabaja en (la localidad de) Matías Romero toda la semana, y viene el domingo, para ver a los niños.”
Adolfa habla en el interior de un cuarto de cinco por cinco metros, construido con tabique, cemento y varilla, la casa que durante los últimos tres años ha construido su hija. Como otras, esta vivienda se inclinó, y el suelo se quebró, agrietando los muros.
“Hace tres años mi hija puso primero los blocks, y luego de dos años pudo colar su casita (colocar el techo de losa), y estaba contenta. Ya luego puso el piso, y me dijo ‘ahora voy a poner azulejo, y a aplanar, y voy a vivir ahí con mis hijos. Por eso me dolió cuando vi la casa cómo quedó (luego del sismo), si fuera mi casa no me dolería tanto.”
El suelo de esta construcción se inclinó tanto que, de hecho, la puerta quedó trabada, y tuvieron que abrirla a golpes para sacar a los niños que la noche del 7 de septiembre dormían dentro.
“Hace unos días vino un señor que andaba checando las casas –narra Adelfa–, mi marido le enseñó la casa y ese señor dijo que no le había pasado nada. ‘Tú puedes arreglarlo’, le dijo a mi marido. Luego le dijo que el gobierno ni iba a dar nada, que nomás andaba apuntando nombres.”
Junto al terreno de Martha está el de Petrona López Sánchez, una panadera de 48 años que duerme, junto con sus dos hijas, en hamacas que cuelgan en el patio de su vivienda.
Igual que el resto, la casa de Petrona sufrió fracturas en el suelo, los muros se despegaron de las trabes, y algunas de éstas se fracturaron. Además, los sismos dejaron el horno de barro con el que trabaja a punto de venirse abajo.
“Aquí vinieron a revisar y dijeron que mi casa no sufrió daños –narra–. Están escogiendo a quién incluir (en el censo de damnificados) y a mí no me incluyeron. La casa se inclinó, y mi horno, que es mi trabajo, ya está por caerse. Yo soy madre soltera, y a pesar de que fui y les dije que mi casa estaba muy dañada, (no obtuve) nada.”
El abandono al que Álvaro Obregón está condenado es de tal grado que los gobiernos estatal y federal sólo realizaron un censo tras el sismo del 7 de septiembre, y nadie ha vuelto al poblado para revisar las casas dañadas con el terremoto del día 19, tal como denunció José Crispín Figueroa, integrante del cabildo comunitario.
“Sí han llegado despensas, algunas lonas, algunas casas de campaña, pero lo que necesitamos es que vuelvan los del censo (de damnificados), y hagan bien su trabajo: que incluyan a todas las personas que tienen su casa dañada, y no sólo a los que les caen bien.”