Un puño en alto es, en las zonas siniestradas por el temblor del pasado 19 de septiembre, señal de silencio absoluto. Un puño que, tan pronto se alza, pone en alto cientos más, que van llevando la orden de acallar todo ruido desde el área de labores de rescate, hasta el brigadista y voluntario que más lejos se encuentre del derrumbe. E incluso él o ella alza ambos puños, aunque no haya nadie más allá para recibir la indicación, porque un puño en alto es, además, una proclama de esperanza compartida.
[contextly_sidebar id=”puby7r7vaNyaMiVyiRAqJB6KXXogxXD3″]”Cuando se alza el puño, todos callan –indica un marino, de los muchos que coordinan las labores de rescate en la escuela Enrique Rébsamen, en Villa Coapa, cuyos dos edificios frontales se vinieron abajo en los primeros segundos del temblor, dirigiéndose a los voluntarios que se aprestan a movilizar escombros en cadena humana–. Si se alza el puño nadie grita ‘silencio’, nadie hace ‘shhht’, sólo se callan y ya”.
Esta escuela, que se vino abajo con alumnos, maestros y personal administrativo dentro, se ubica en una zona residencial, de calles estrechas, razón por la cual, el espacio para trabajar es reducido y se resguarda celosamente de curiosos y voluntarios sin experiencia en rescate, básicamente porque dificultan las labores.
Así, dos equipos de trabajo, perfectamente organizados aún en medio de la noche y la zozobra, se reparten las tareas establecidas: en la zona del derrumbe sólo operan rescatistas profesionales, médicos, elementos de la Marina, el Ejército, la Policía Federal, Bomberos de la UNAM, así como Bomberos y Policía Preventiva de la Ciudad de México, dentro de un radio de dos cuadras alrededor de la escuela.
Fuera de este cerco operan los voluntarios: vecinos inmediatos de Villa Coapa, vecinos de las colonias aledañas, como Santa Úrsula, y gente llegada de todos los puntos de la Ciudad de México, e incluso del aledaño Estado de México, que no sólo han venido para abastecer a los rescatistas de herramientas de todo tipo, así como de alimentos, medicinas, instrumental médico, cobijas, café y agua, sino que han decidido permanecer aquí, para organizar todas estas aportaciones y tenerlas listas para el momento en que sean solicitadas desde la zona del derrumbe.
El canal de comunicación entre ambos equipos es la misma cadena humana que no sólo va sacando escombros, sino también llevando de boca en boca todos los requerimientos hasta los puestos de abasto.
Todo urge, no hay espacio para errores, y la cadena funciona.
Tan pronto como una médica se acerca gritando que se necesita un tanque de oxígeno, el mensaje fluye de una persona a la que tiene al lado y, en cuestión de segundos, alguien se aproxima desde lejos, corriendo a toda velocidad, con un tanque al hombro. Y al verlo, todos le abren espacio y ágiles retiran los obstáculos del camino, para que nada obstruya su carrera.
Y así es con todo: “¡Flexómetros!”, “¡Baterías de carro!”, “¡Cinceles!”, “¡Varillas!”, “¡Polines!”, “¡Pinzas de corte!”, “¡Esmeril!”, “¡Camilla!”, “¡Rotomartillo!”, y muchas otras cosas, en una lista casi infinita.
Y a cada tanto, los puños arriba, porque el silencio permite al equipo tecnológico traído por el Ejército escuchar y ver aquello que los humanos no pueden.
Un militar explica el procedimiento: “Usamos un aparato que escanea el concreto, y puede detectar movimiento. Es tan especializado, que puede distinguir entre objetos animados e inanimados. Primero usamos un equipo grande, y cuando da una señal, usamos una versión más pequeña del mismo aparato, para ir localizando cada vez con más precisión el lugar donde se identificó movimiento”.
Luego, añade, se usa un equipo que hace lecturas infrarrojas, para detectar calor, y una vez que éste confirma la ubicación, se manda a un perro de rescate, todo con el fin de dar con el mejor punto por dónde empezar a cavar.
Los dos edificios del colegio Rébsamen se desplomaron en segundos. “Yo vi cómo se cayó la escuela –dice una mujer que vive en la acera de enfrente, y cuya casa es el lugar al que pueden acudir libremente los rescatistas, para hacer del baño y asearse–. Se cayó así”, e intenta tronar los dedos, pero la fuerza no le da para lograr ningún chasquido.
Luego sus ojos se inundan, y pide una disculpa por no poder hablar más, y se cubre el rostro con las manos.
Los dos edificios que se desplomaron constaban de una planta baja y tres niveles superiores, con una altura de alrededor de 25 metros. Luego del temblor, ambos edificios colapsaron hasta quedar en una montículo de escombros, trabes y castillos, con una altura no mayor a seis metros, apuntalado con polines de madera, pero frágil como un castillo de arena.
Uno de los edificios derrumbados, explica un vecino, cercano a los 30 años, era un inmueble “viejo, ya estaba ahí desde que yo era niño, en el piso superior tenía la dueña de la escuela su departamento, y en los pisos inferiores estaban oficinas. Pero el otro edificio derrumbado (en donde había oficinas administrativas y salones) estaba nuevo, lo construyeron por mucho hace tres años”.
Los rescatistas, marinos y soldados trepan por el montículo, o reptan lentamente por debajo, a través de los escollos. Y una vez que hay un punto identificado para proseguir la búsqueda, son ellos los que remueven cuidadosamente los escombros, en cubetas que los vecinos de la zona proporcionaron.
Por eso, el acarreo de escombros es intermitente, pero cuando la cadena humana comienza a girar, se ve dinamizada por un un entusiasmo colectivo especial, obviamente no feliz, pero sí animado, con cada eslabón empeñando toda concentración mental en mantener la coordinación física, para que ninguna cubeta se caiga en su recorrido, y para que su fluir sea cada vez más veloz.
Cada persona en esta cadena, hombre o mujer, aplica toda su energía física, y sus rostros se tuercen por el esfuerzo, pero nadie declina. Por el contrario, alguien grita “¡Vamos, México!” y la velocidad aumenta.
Al final de la cadena humana, una segunda hilera de personas, cada una con carretilla (y algunos con carritos de supermercado) esperan su turno para recibir tres, cuatro, cinco cubetas de escombros, y luego salen corriendo hacia los camiones de volteo que aguardan 50 metros más allá, avanzando a tal velocidad que no parecen empujar cien, doscientos o trescientos kilos de piedras.
En tanto, otro grupo de carretilleros, algunos jóvenes, otros adultos, unos flacos y otros fornidos, corre directamente al punto de extracción de escombros, para cargar con los bloques de piedra más grandes, como fragmentos de pared o trabes. Entran por turnos, para que aquel que vuelve corriendo con su carretilla cargada, no choque de frente con ningún otro.
Y aquellos que no participan, se alejan, para no estorbar.
Entre esas personas, una mujer mira angustiada hacia el derrumbe.
“Mi esposo es doctor –comparte–, lleva ahí dentro desde las dos de la tarde y no sé nada de él.”
–¿Por qué no se acerca al puesto de mando? –se le pregunta, señalando a la casa aledaña al derrumbe, donde se realiza la logística de todo el plan de rescate, y en donde está instalado el puesto de primera atención médica.
“No hay que distraerlos”, responde, y vuelve la mirada hacia el derrumbe, esperando ver a la distancia a su marido.
La zona de rescate se ilumina con un reflector proporcionado por la Comisión Federal de Electricidad. La zona donde maniobran los camiones de volteo está iluminada por reflectores traídos aquí por una empresa cinematográfica.
Más allá del cerco, en donde opera el equipo de ciudadanos voluntarios, organizando herramientas, medicinas y alimentos, o llevando la relación de niños recuperados vivos y muertos, así como aquellos que permanecen desaparecidos, la iluminación se logra con linternas de mano.
En donde nadie tiene linterna, las labores se realizan a oscuras, a tientas si es necesario.
El 20 de septiembre, los puños de todos seguían alzándose de tanto en tanto. Fue alguna de estas manos la que colocó una bandera mexicana en uno de los muros derruidos del colegio Rébsamen, antes de que el sol saliera.