[contextly_sidebar id=”9a21UrKeZiZVnZYuTIswM5jAcoDHb8Ie”]La Ciudad de México pasó de ser un sitio turístico para la comunidad LGBTTTI a una ciudad amigable con los integrantes de ese grupo. Por ejemplo, desde 2006, la Ley de Sociedades de Convivencia permite el matrimonio en parejas del mismo sexo, pero, en la calle, la realidad de las trabajadoras sexuales trans está lejos de cualquier política amigable.
Kenya Cueva, una activista mexicana, trabajadora sexual trans y voluntaria de la Clínica Condesa — especializada en atención a personas con VIH— conoce los riesgos de trabajar en la calle, puesto que ha convivido con migrantes trans procedentes de varios estados mexicanos, pero también de Honduras, Guatemala y otros países.
Con pesar, la activista recuerda que de una treintena de trans que ha conocido, solo una logró emigrar a Estados Unidos, puesto que la mayoría se queda en México, donde se desempeñan como trabajadoras sexuales.
Al señalar las dificultades que enfrentan las mujeres trans, Kenya recuerda el caso de Dévorah, una chica de Nicaragua, quien soñaba con emigrar a EU y “realizarse como mujer trans”, pero que no logró su objetivo porque se murió en 2015, por complicaciones respiratorias tras adquirir VIH.
Kenya asegura que la atención médica para migrantes de la comunidad LGBTTTI es uno de los problemas más graves. Incluso en la Clínica Condesa, la única que ofrece tratamiento de hormonización gratuito en la Ciudad de México, la atención es solo para pacientes afiliados al Seguro Popular o con Certificado de Gratuidad.
En el caso de las migrantes, la atención solo dura tres meses y los costos mensuales de medicamentos para pacientes con VIH es de 40 mil pesos (2100 mil dólares aproximadamente), cantidad que solo cubre medicamentos, por lo que es necesario pagar las consultas, el endocrinólogo y los ultrasonidos.
La madrugada del 8 de febrero, en la avenida Tlalpan, de la Ciudad de México, Fabiola y Jackie, dos trabajadoras sexuales trans de origen hondureño fueron detenidas, tras pelear con un taxista en estado de ebriedad y drogado.
El taxista se negó a pagar luego de haber estado con varias trans y, al reclamarle, él intentó golpear a una con un tubo metálico. Luego el taxista recurrió a la policía y las acusó de golpearlo con una zapatilla. Al final, los policías sometieron a las trabajadoras sexuales en vez de detener al agresor.
Luego, el taxista las extorsionó al pedirles 10 mil pesos para retirar los cargos. Ellas entregaron cinco mil pesos, pero él cambió de opinión y les exigió otros 10 mil pesos más.
Al no haber acuerdo, él amenazó con denunciarles en migración y cumplió. Al mediodía siguiente, las dos mujeres trans fueron llevadas a la estación migratoria de El Vergel, en Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México.
Para las trans mexicanas la situación no es mejor. En octubre de 2016, Paola, una trabajadora sexual trans amiga de Kenya, fue asesinada a balazos por un cliente dentro de su vehículo. El hombre fue detenido y liberado apenas horas después por “falta de pruebas”.
En protesta, Kenya y sus compañeras colocaron el ataúd con el cuerpo de Paola en Avenida Insurgentes y bloquearon la circulación durante horas hasta que llegó la policía.
Días después, otra trabajadora sexual, de nombre Alessa, fue asesinada en circunstancias similares. Semanas después, activistas de todas las vertientes de la diversidad LGBTTTI y activistas heterosexuales se unieron en una segunda protesta, con lo que obligaron al gobierno de la ciudad a atender el caso de Paola y Alessa.
“En la Ciudad de México no hay oportunidades para las trans, sólo el trabajo sexual, que lleva a drogas, VIH y negación de la realidad”, describe Kenya. “Aunque uno quiera salir del trabajo sexual, la sociedad no lo permite. Llevo mi currículum y nadie me da trabajo”, reclama enfadada.