Animal Político viajó a Colinas de Santa Fe, en el Puerto de Veracruz, para platicar con las madres del Colectivo Solecito, quienes buscan a sus hijos desaparecidos en la que hasta la fecha es la mayor fosa clandestina del sexenio en México.
[contextly_sidebar id=”iBV49amA9myL46HJvKk2yH8Q24PoXe2c”]En esta segunda entrega, Celia García narra la lucha que emprendió para buscar a su hijo Alfredo, secuestrado en julio de 2011.
Celia García llevaba cinco años buscando a su hijo Alfredo, un joven de 33 años secuestrado en julio de 2011 en algún punto de la carretera entre Xalapa y Las Trancas, cuando una tarde escuchó de pasada algo en la televisión que le cambió la suerte.
-En las noticias estaban diciendo que aquí, en Colinas de Santa Fe, habían encontrado muchas fosas clandestinas –dice Celia, que recuerda la escena mientras compra algo para desayunar en una tienda desde la que se observa a unos metros una puerta con el letrero de ‘Prohibido el paso’, la cual da acceso a esa fosa de la que hablaba el noticiero, y en la que hasta la fecha se han encontrado al menos 249 cadáveres y 140 mil restos óseos.
[contextly_sidebar id=”KaIBxzibgldG0bgzM7G9vUjjcHvefWgH”]Tras escuchar la noticia, Celia se levantó del sofá. Conocía bien Colinas de Santa Fe, así que apagó la televisión, le encargó el negocio a una persona de confianza, y salió a la calle con el paso acelerado.
Eran las cinco y media de la tarde cuando llegó a la entrada del predio.
-En ese momento no había nadie cuidando la entrada –Celia sonríe y encoge los hombros, como preguntando qué otra cosa podía hacer-. Así que yo le caminé, caminé y caminé, hasta que me metí bien adentro.
Tras dejar atrás unos cuatro kilómetros de vegetación salvaje y tierra arcillosa, Celia cuenta que se detuvo en seco algo asustada: al bajar por un pequeño montículo, de pronto vio varias patrullas de policía y a unos agentes que ya le habían visto deambular por la zona.
-Madre, ¿qué está usted buscando por aquí? –le preguntó con tono seco y marcial uno de los elementos.
Celia cuenta que respiró hondo y que cuando recuperó la compostura le respondió que estaba buscando por aquellos caminos ondulados a su hijo desaparecido.
-Usted no puede estar aquí, señora. Así no es la búsqueda de un hijo.
Entonces, Celia recuerda que por su mente pasaron los cinco años en los que, “como quien busca una aguja en un pajar”, buscó sola y sin ayuda a su hijo. Recorriendo hospitales y morgues cada vez que escuchaba en la radio que varios muertos habían aparecido en algún punto de Veracruz; un estado con más de mil 200 asesinatos tan solo el año pasado, y donde, entre 2014 y 2016, la Procuraduría General de la República (PGR) registró la desaparición de más de 350 personas, de las cuales cerca del 40% no fueron buscadas.
-¿Ah no? –le espetó enojada al oficial-. Entonces dígame usted cómo lo busco.
Y para su sorpresa, el agente se lo dijo: le recomendó que rastreara en Facebook al grupo de madres que integran el Colectivo Solecito.
-Esas señoras -le susurró- sí le ayudarán a buscar a su hijo.
Colinas de Santa Fe, en realidad, es una unidad habitacional ubicada a unos 10 kilómetros del Puerto de Veracruz, en la que a simple vista todo transcurre con normalidad: hay niños por las calles correteando; señoras que buscan la sombra para despistar al calor; pequeños comercios de comida corrida; un lugar de taxis con choferes soñolientos; y una parada de autobuses que llevan y traen gente del Puerto.
Nada indica que al final de Bulevar Colinas de Santa Fe, detrás de una puerta metálica custodiaba por una camioneta vieja con las llantas ponchadas de la Fiscalía de Veracruz, hay un acceso a un camino que unos kilómetros más adentro desemboca en un cementerio clandestino del tamaño de un campo de futbol, donde el crimen organizado desapareció a cientos de personas.
En una calle de la unidad habitacional, Celia descansa sentada sobre una banqueta luego de que regresara de excavar fosas junto con otras madres del Colectivo Solecito, organización civil a la que entró poco después de que aquel agente se lo recomendara un año atrás.
Son las tres de la tarde. Celia vierte un poco de agua en la palma de la mano para refrescarse la cara, se ajusta el moño que le estira el pelo rubio, y avisa que ya está preparada para la entrevista.
-A Alfredo lo tuve de muy chica –comienza a narrar-. Con apenas 14 años ya era madre soltera. Mi mamá me ayudó a criarlo, pero tuve que trabajar mucho para poder darle un bienestar. Él fue mi primer hijo, lo quise demasiado.
Tras la última frase, la mujer carraspea ligeramente. Se aferra con ambos brazos al retrato tamaño carta en el que Alfredo, vestido con saco y corbata beige y camisa blanca, observa con los ojos negros a la cámara que años atrás lo fotografió. Y se arranca de nuevo para explicar que su hijo era un muchacho trabajador, sano, con un carisma alegre y bullanguero. Que le encantaba el futbol y el Cruz Azul. Y que aunque de pequeño no le gustaba la escuela, terminó una licenciatura en Administración de Empresas que compaginó con la ferretería que le heredó su abuelo.
-Cuando ya tenía un hogar, una familia con tres hijos, decidió entonces que quería estudiar. Él era así: siempre buscaba retos para superarse.
Incluso, otro reto que se propuso fue presentarse en 2011 como candidato a presidente municipal de Chiconquiaco, un municipio de algo más de 12 mil personas que está ubicado en la zona centro de Veracruz, a unos 45 kilómetros de la capital Xalapa.
Pero Alfredo no lo pudo cumplir, porque el 18 de julio de 2011, cuando regresaba de Xalapa de tramitar unos documentos a bordo de una camioneta Cherokee, él y otro compañero de nombre Heriberto desaparecieron cuando circulaban a la altura de Las Trancas, en el municipio de Emiliano Zapata.
-Más que desaparecer –dice tajante- yo digo que lo secuestraron.
En este punto de la plática, se le pregunta a Celia si cree que la candidatura de Alfredo para la alcaldía de Chiconquiaco pudo haber tenido algo que ver con su plagio.
La mujer lo medita durante unos segundos.
-Pues la verdad, no lo sé –encoge los hombros-. Pero a estas alturas ya no me interesa eso. Nosotras no buscamos culpables, solo queremos saber dónde están nuestros hijos, y que ellos sepan que los estamos buscando.
Tras la desaparición de su hijo mayor, Celia dice que el mundo se le cayó a los pies.
-Toda mi felicidad se terminó el día que desapareció mi hijo, se desbarató. Y de un momento a otro –chasquea los dedos- me di cuenta de que estaba sola, completamente sola para buscar a mi hijo día y noche.
Desde entonces, aprendió a moverse rápido: dejó su trabajo como ama de casa y puso un negocio pequeño para ganar algo de dinero. Pero muy pronto se dio cuenta de que era prácticamente imposible compaginar la búsqueda de su hijo con las obligaciones del negocio. Así que decidió rentarlo a otra persona de confianza, y con ese dinero mantenerse a flote.
Porque buscar a un ser querido, advierte, no solo requiere de ir todos los días con una pala a una fosa a escarbar en la tierra. Sino que además se necesita aprender a la fuerza muchas cosas que jamás hubiera imaginado: desde cuestiones técnicas de antropología forense, hasta saber moverse por las fiscalías para presionar a las autoridades.
Por eso, Celia insiste en la importancia de la labor del Colectivo Solecito, especialmente ante la resistencia de los gobiernos federal y estatal a investigar casos de desaparición forzada.
-Las mujeres del Colectivo somos unas guerreras, fuertes como el cemento puro –dice ahora riendo-. La búsqueda de nuestros hijos es una lucha diaria, pero no estamos cansadas. Vamos a seguir hasta el final.
Además, Celia asegura que aún no ha sentido esa intuición fatal que otras mujeres, como su comadre Griselda, mamá de una de las dos únicas víctimas identificadas hasta el momento, Pedro Huesca, sí han tenido al momento de entrar a Colinas de Santa Fe y ver las 125 fosas abiertas.
-Yo siempre he tenido la intuición de que mi hijo sigue vivo -Celia respira hondo de nuevo y sonríe, franca.
-Tal vez se lo llevaron a trabajar para otro lado, quién sabe. Pero el corazón me dice que Alfredo sigue aquí, entre nosotros. Por eso, aunque pase el tiempo, yo tengo la esperanza de que algún día él va a regresar conmigo.