No teníamos programado ir a McAllen.
La pequeña ciudad texana, cercana a la frontera con México, tiene un centro comercial al borde del camino y el obligatorio Starbucks pero, a primera vista, poco más.
Sin embargo Xochitl Mora insistió.
No podíamos irnos del Valle del río Grande hasta que lo viéramos con nuestros propios ojos.
En McAllen, nos aseguró, encontraríamos otro lado del debate sobre la inmigración.
Mora trabaja para el alcalde de McAllen, Jim Darling, un veterano de Vietnam quien se fue al sur después de la guerra para no tener que aguantarse los helados inviernos de su nativo Nueva York.
Durante décadas, el relajado político -que llegó tarde y sin aire a nuestra cita, y se disculpó por no haberse puesto corbata- disfrutó de la relativa serenidad de la vida en el condado de Hidalgo.
Pero hace unos dos años, algo empezó a perturbar la paz y tranquilidad de McAllen.
“La primera vez que noté que algo estaba pasando fue cuando estaba en el puente y el director del puerto me dijo: ‘Ayer llegaron 15 niños’. No estamos acostumbrados a lidiar con niños”, recuerda Darling.
“En cuestión de dos días, teníamos una situación diferente”.
La “situación”, a la que el alcalde Darling se rehúsa a llamar crisis, era la llegada repentina de gran cantidad de mujeres y niños -a menudo solos- que huían de El Salvador, Guatemala y Honduras, el notorio Triángulo del Norte donde la extrema pobreza, violencia de pandillas e ilegalidad son rampantes.
“Algunos cruzan el río nadando”, dice Josh Ramirez, el encargado de Salud de McAllen, “otros sencillamente cruzan el puente caminando hasta llegar al retén y dicen ‘aquí estoy'”.
Han sobrevivido un viaje que muchos nunca logran completar, y en el que la violencia física y sexual es común.
Tras ser procesados por la patrulla fronteriza de Estados Unidos y haber pasado por la revisión de seguridad requerida, los dejan en la estación de autobuses local, desde donde se espera que encuentren la manera de ir a donde sus familiares en otro lugar del país, donde tendrán una audiencia en un tribunal.
Al principio llegaban a McAllen 30 o 40 migrantes por día.
Pero durante los últimos dos años, al menos 44,000 han pasado por la ciudad, cuya población es de 140,000 personas, y la cantidad sigue aumentando.
En las semanas recientes, cada mañana han estado llegando 200 mujeres y niños.
Esa oleada ha puesto mucha presión en los servicios de salud y los recursos municipales de la ciudad, y ha dejado a las autoridades locales con una cuenta de más de US$300,000 por pagar.
Sin embargo, la actitud del público frente a la porosidad de la frontera es mayoritariamente positiva.
McAllen, que solía ser un “pequeño pueblo polvoriento” ha prosperado gracias al comercio fronterizo, impulsado por el ahora políticamente condenado Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
“Somos el mayor colector de impuestos sobre ventas per cápita del estado de Texas porque el 38% viene de México”, explica Darling.
Los que tienen dinero viajan de Monterrey, en México, para hacer compras en el centro comercial de McAllen, y la ciudad opera gran parte del suministro de las maquilas, o fábricas de manufactura, cuya base está a pocos kilómetros en Tamaulipas.
Firmas como Panasonic, Sony y LG emplean a cientos de miles de personas en Reynosa, mientras que en McAllen están las sedes que se encargan de la logística, almacenamiento y oficinas corporativas, incluyendo las de la Cámara de Comercio de Japón.
Las fortunas de las dos ciudades están tan entrelazadas que McAllen destina alrededor de US$1.5 millones al año para el desarrollo económico, sobre todo en México.
Eso quizás explica la cálida bienvenida que reciben los migrantes centroamericanos cuando pasan por McAllen, de parte de residentes y voluntarios como la hermana Norma Pimentel, de la Iglesia Católica del Sagrado Corazón local.
La iglesia fue transformada y ahora parece una tienda, en la que decenas de mesas están repletas de zapatos y ropa donada por los habitantes locales, ordenados por talla y edad y marcados en español.
Jeans para niñas de 7-10 de edad, camisetas para niños de 10-14.
En otra parte del salón, toallas sanitarias, ropa de maternidad y sostenes para amamantar, junto con fórmula para bebé y medicinas básicas para quienes sufren de deshidratación, malnutrición o algo peor.
Este centro de descanso “es donde les devolvemos su dignidad humana“, dice la hermana Norma, cuya devoción a la causa de los migrantes llevó al Papa Francisco a llamarla por Skype.
En una tienda de campaña con aire acondicionado levantada en el estacionamiento de la iglesia, los recién llegados descansan tras disfrutar de su primera ducha y posiblemente su primera comida completa en semanas.
Algunos llaman a sus seres queridos para avisarles que por fin están a salvo.
Al menos una docena de niños y niñas están acostados en los catres; en una esquina, un bebé de 17 días de nacido: su mamá quería que naciera en EU pero terminó dando a luz a unos metros de la frontera.
Alexander, uno de los pocos hombres que llegan a este centro, habla del viaje a través México con su joven hijo, en el que estuvieron de pie durante días en un tractor, sin acceso a instalaciones sanitarias.
Le pagó US$4,000 a un coyote o traficante de personas en Honduras, y dice que apenas su hijo esté acomodado en EE.UU. regresará a por su esposa y sus otros hijos.
La mayoría de los demás no quieren hablar. Pero cuando le preguntamos si teme que el nuevo ocupante de la Casa Blanca haga aún más difícil la entrada al país, se muestra desafiante: “Si deportan a mis hijos y a mí mañana, volveré a hacer el viaje pues en casa no hay nada para nosotros“.
La hermana Norma y su ejército de voluntarios abordan la “situación” de McAllen como una crisis humanitaria, pero para el alcalde Darling, es un dolor de cabeza político.
Poco después de que la ciudad enfrentó la primera ola de mujeres y niños, Darling fue a Washington y solicitó fondos federales de emergencia “como si fuera un huracán“.
Cuando finalmente le dieron un cheque por unos pocos cientos de miles de dólares, fue procesado por el estado de Texas, cuya administración republicana no era muy proclive a ocuparse de los inmigrantes ilegales en una región fronteriza que vota por los demócratas.
McAllen terminó recibiendo solamente US$8.
A los estadounidenses que se preguntan por qué debería importarles lo que sucede en una ciudad polvorienta en el fin del país, el alcalde tiene una simple advertencia.
“Lo que los afectará cuando llegue a su vecindad son las drogas y demás cosas que pasan por ahí”, no los niños y mujeres desesperados que la patrulla fronteriza se la pasa procesando, dice Darling.