Como se acostumbra en un pueblo como Nochixtlán, Oaxaca, Marcos Cruz cavaba la tumba de su padre, Francisco Cruz, con ayuda de sus tíos, primos y amigos. Comenzaron la labor a las 8 de la mañana del domingo 20 de junio para enterrarlo antes de mediodía; mientras, a unos 50 metros, pobladores mantenían una barricada como parte de las protestas en apoyo a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
[contextly_sidebar id=”5HV2n2Yg6mKP3Xfohd87lqv9ExIvVgcy”]A las 8:30, antes de cualquier confrontación directa, elementos de la Policía Federal entraron al panteón, los rodearon: “Manos a la nuca”, les gritaron. Sin saber qué sucedía, los hombres hicieron caso y así, en cuestión de minutos ocurrieron 18 de las 23 detenciones del día.
Ni siquiera los dejaron sepultar a su muerto. Los subieron a un camión custodiado por policías federales, estuvieron boca abajo, con las manos en la nuca y encimados, tal como lo muestra una imagen que circuló en redes sociales el domingo pasado. “Es mi hermano”. “Es mi esposo”. “Ahí está mi hijo”. “La imagen es verdadera”, dicen las familias durante una reunión con el Comité de Defensa Integral de Derechos Humanos Gobixha AC., este lunes.
Eloísa Antonio García es la viuda. Además del luto, ahora tiene a ocho familiares detenidos. Entre lágrimas insiste en la inocencia de todos. “Es la gente que me fue a apoyar y no se vale que les hayan hecho eso; ellos fueron a hacer una obra de caridad. Yo quiero justicia”.
Eloísa saca de una bolsa de plástico los documentos que guarda como tesoro: el acta de defunción, que da como fecha de muerte de Francisco Cruz, el 18 de junio por insuficiencia renal crónica y el acta de nacimiento de su hijo, Marcos, de 22 años. Cristina Pedro González también tiene la prueba para acreditar que su padre Enrique Cruz, estaba esa mañana porque trabaja como sepulturero. Muestra un documento expedido por el Ayuntamiento en cual le asignan cuatro tumbas “para su cuidado y mantenimiento”, incluida la del recién fallecido.
Otra prueba más es el testimonio de Ismael Aguilar, de 43 años, uno de los dos que escaparon de la detención. “Cuando aventaron los gases, nos metimos a la capilla porque no se aguantaba en los ojos. Cuando salimos ya no pudimos hacer nada. Ellos se saltaron al panteón”, cuenta a las integrantes del Comité.
Eran unos 20 policías y les ordenaron hacer dos filas y ponerse las manos en la nuca. “Cuando ellos dijeron eso yo me escapé por el hoyo en una pared y vi cómo se los llevaban”, dice Ismael con un nudo en la garganta.
Los detenidos se dedican a hacer ladrillos y todos son familiares consanguíneos, políticos o amigos. Esperan que su palabra y las pruebas sean suficiente para demostrar la inocencia de los 18 detenidos en el panteón de Nochixtlán. En tanto, los cinco detenidos restantes no son conocidos por estas familias.
La abogada Alba Cruz asegura que ni siquiera les han informado sobre los delitos que se les imputan, ni tampoco han podido ver el parte judicial; sin embargo, una vez vencido el plazo de 48 horas, la autoridad judicial deberá determinar su situación. En tanto, se encuentran recluidos en los separos de San Bartolo Coyotepec.
La última vez que algunos hablaron con sus familiares fue poco antes de ser detenidos, cuando los federales lanzaron los gases lacrimógenos. Algunos llamaron para alertar a sus madres o esposas de no salir, pero no han vuelto a hablar con ellos. Incluso, las familias temen salir del pueblo por las barricadas y bloqueos que mantienen manifestantes.
Un día después del enfrentamiento entre la Policía Federal y miembros de la CNTE que dejó 8 muertos, el pueblo está en la incertidumbre. En la carretera, antes de llegar al poblado – de apenas 13 mil habitantes-, 50 vehículos de carga están estacionados a la orilla en una fila enorme, como clara evidencia de que ahí solo entra sólo a quien el pueblo se lo permite.
En la barricada del acceso principal, hombres con paliacates que les cubren la mitad del rostro dan indicaciones para que los vehículos retrocedan y entren al pueblo por una desviación, un camino de terracería, rodeando los cerros.
Llegar a Nuchixtlán es como entrar a una zona de guerra. Decenas de botellas rotas y trapos a un lado que no llegaron a ser bombas molotov. Montículos de cenizas, una patrulla calcinada. Incluso, todavía le prenden fuego a la carrocería de un tráiler atravesado en la autopista. El humo negro que despide, parece el preludio de tormenta.
La gente está temerosa y desconfía de cualquiera que entra a su pueblo, por eso, en el puente vehicular de acceso, otros encapuchados piden que los autos se detengan para revisar las cajuelas. “Perdón por las molestias”, dicen mientras los conductores siguen su paso.
En el centro está la presidencia municipal. Sus paredes eran blancas con verde limón, pero después de este 20 de junio, los techos y el interior son negros. Todo está quemado. Un día después aún sigue saliendo humo de las oficinas y las escalinatas están llenas de gasolina.
El único cajero automático está destruido y hasta arriba hay una manta con la leyenda: “Asesinos. Peña Nieto-Gabino Cué-Daniel Cuevas. El pueblo de Nochixtlán exige justicia. Castigo a los culpables”; en frente, otra patrulla calcinada.
Los pobladores incendiaron el edificio porque según dicen, el presidente municipal priista, Daniel Cuevas, mandó cerrar el Hospital básico comunitario y la clínica para que no atendieran a los heridos. Por eso es que la iglesia funcionó como un hospital improvisado para atender a los agredidos.
Apenas han pasado 24 horas y están enterrando a sus muertos, pero no saben que pasará en los próximos días ni cómo reaccionarán el resto de las comunidades en una entidad donde hace 10 años hubo un largo movimiento social que tambaleó al gobernador priista, Ulises Ruiz.