[contextly_sidebar id=”qfPYH4YBAfOLc2tRvUBdcGC95kj3joI7″]Conocí a Berta, Reyna y Sósima en Oaxaca. Ellas son maestras mezcalilleras, dedicadas a la producción de mezcal campesino. Conocen a los magueyes y velan todo el proceso para que el destilado salga en su punto. El mezcal es parte de su cultura, de su historia y de su rutina.
La figura masculina es la más común al hablar de mezcal pero las mujeres también son parte de su elaboración. Además de ser quienes, por lo general, preparan la comida de los hombres que trabajan arduamente en el campo con los magueyes, hay algunas que participan directamente en la elaboración del destilado, sobre todo durante los procesos de fermentación y destilación.
El mezcal no es un tema de género es un tema de comunidad.
Mayahuel era el maguey mismo y no sólo una deidad. Según los mitos, ella era una mujer que tenía 400 pechos, y debido a su enorme fertilidad los dioses la convirtieron en la planta de maguey. Así se lee en los escritos de fray Bernardino de Sahagún y si bien el pulque era ese líquido sagrado que alimentaba a sus hijos y con el cual se representa a esta diosa de manera completa, el mezcal es también brebaje de esas entrañas magueyeras y sigue estando muy arraigado a las tradiciones de muchos pueblos originarios de México.
Ella tiene 59 años y aprendió a hacer este destilado desde niña, con sus abuelos y padres. Si la cosecha de maíz no se daba bien, sacaban su mezcalito. Después, Berta ayudaba a su marido a elaborar la bebida pero al enviudar, ella sola tuvo que sacar adelante a sus cinco hijos (de los cuales murieron dos). No lo hace por tendencia —el mezcal es cada vez más exitoso en México y el extranjero—, lo hace por necesidad y porque es parte de su cultura.
Aunque Berta confesó que su cuerpo ya está cansado y lo más difícil es “la cortada”, llenar el carro y cargar (actividad para la cual le ayuda algún hombre que ella llama “mocito” y la acompaña con el burro), ella y su nuera trabajan conjuntamente para obtener su producción, que cada mes “por mal” es de 200 litros o 175 litros, depende de las plantas que use.
En su región San Baltazar Chichicapam, Oaxaca, crecen variedades como espadín, tobasiche, tobalá, la “mexicanita” y cuishe. Esta mujer de ojos enrojecidos por el humo y manos de trabajo contó que antes había mucho maguey y que “está escaso pues vinieron los de San Luis a comprarlo”.
El mezcal también cura y ella lo sabe. Recomendó untarlo en todo el cuerpo y olerlo para los resfriados y tomar un poquito como digestivo si se comió algo grasoso o si se tiene malestar estomacal.
“Yo me siento bien de que una mujer esté en este mundo. Uno tiene que darse lugar. La gente puede ver mal que una mujer esté en medio de los hombres pero a mi me respetan. Una tiene que, desde un principio, darse a respetar. No tener estudio me obligó a estar en esto, no hay otra cosa”, aseguró Berta con una voz que mima y un abrazo cálido y materno.
Al final de nuestra plática, Berta me pidió una foto con ella. “Tienes buen corazón”, me dijo.
Reyna le hace honor a su nombre. Es alegre, franca y bromista, no tiene pelos en la lengua. Tiene dos hijos pero no se casó ni lo necesita: heredó la fuerza y la entereza de su abuelo Ignacio Sánchez, “un señor macizo”, quien la cuidó toda la vida hasta su muerte. Él fue quien le enseñó los secretos mezcaleros desde que ella era muy niña. Le dejó como herencia tierras de siembra y el conocimiento.
Lo que gana con el mezcal sólo le alcanza para sus gastos e “ir y venir” pero no para hacer dinero. Ella cree que no es tanto un negocio sino una forma de subsistir sin el apoyo del gobierno.
En su pueblo, Lachiguizo, Miahuatlán, crecen los agaves tepextate (que tardan en madurar hasta 30 años y son “trabajosos” por su tamaño), tobasiche, arroqueño, jabalí y “biliá´, el nombre zapoteco delpapalometl en náhauatl (que se relacionan entre sí con el dobalá y el tobalá pero que no son lo mismo pues tienen características organolépticas distintas). “Ese maguey nace sólo en el campo y sale de una pencota grande pero ya se encuentra muy poco. Mi abuelo tenía terrenos y sembró mucho de esa variedad pero se acaba”, me contó.
Reyna me platicó que hay muchas mujeres que se dedican al mezcal, como su comadre que está todo el día en esa actividad y que por esa razón “a veces debe comprar tortillas ya hechas pues no le da tiempo de hacerlas cuando está en el campo”. Ella está por cumplir 50 años pero no los siente porque cada año festeja con mole, cervezas y mezcal en compañía de sus amigos y familia.
Dijo que el mezcal es un trabajo que no se hace sola pero sí con mucho cuidado. Se vela el horno como se vela un difunto y se deben evitar las “peleas de muerte” en el palenque para que todo salga bien. Este líquido es sagrado y cada elemento es significante: la planta, la piedra, el agua y la mano influyen en el sabor.
Para el dolor de estómago sugirió mezclar mezcal con ruda y cáscara de naranja y luego tomar esa mixtura en forma de “amargo”. También para la gripa se debe untar y beber. No cree en rezarle a imágenes para obtenerlo pero si en agradecer porque “si se dio, se dio y es cosa de la naturaleza”.
Al despedirme, Reyna me invitó al festejo de su próximo cumpleaños, en septiembre, con mezcal y mole oaxaqueño.
Ella es tercera generación de maestros mezcaleros. Su abuelo y su padre incluían a Sósima y sus seis hermanos para trabajar en su elaboración. Atizaban la olla y ayudaban en lo que pudieran pero su momento favorito era probar el mosto para ver si estaba en su punto. Ese dulce natural fue parte de su infancia así como el atole blanco con una raja de maguey, sus flores guisadas y las tortillas de quiote (el tallo comestible de la flor del maguey).
Ella es de San Miguel Suchixtepec y cree que el productor del mezcal es el que más trabaja y menos gana, pues las grandes ganancias se quedan en los empresarios y los intermediaros pues “desgraciadamente las políticas gubernamentales apuestan más al industrial que al artesanal”.
“Todavía tenemos este concepto del Oaxaca imaginario en el que se ve a una ciudad grande y se imagina que es emprendedora. En el proyecto de modernidad los pueblos indígenas no estamos incluidos, al contrario, te dicen ‘escóndete porque te ves mal’”, dijo.
A pesar de esa invisibilidad social impuesta, Sósima y muchos otros están orgullosos de su origen. Ella es chontal y contó que son un pueblo pacífico y unido que elabora mezcal no sólo como bebida sino por la cosmovisión y aprovechamiento sustentable que hay alrededor de la planta. Su objetivo es mantenerla para sus hijos. “A mucha gente que no tiene identidad, se la da”, aseguró.
En su región crecen los magueyes chuparosa ygavilán, que ya son escasos y su forma de reproducción es muy lenta y tendrán que sembrar más para que no se pierdan. También tienen chato, jabalí y mexicano, los oriundos de la región. “Es el primero año que sembramos lote de chato para tenerlos más cerca y más juntos porque es mucho el trabajo de ir por una piña a un kilómetro”, dijo.
Sósima no sólo contó que en su experiencia la mujer siempre ha estado presente en el mezcal sin ser discriminada sino que recordó a su abuela Juliana y sus tías Dominga y Galdina quienes también lo hacían. Asimismo, expresó que ella y su familia no viven de hacer mezcal sino que éste es un complemento pues se siembra maíz y frijol de temporal. Lamenta y rechaza la llegada de los transgénicos y las mineras a su pueblo. “Si nos quitan la tierra, ¿qué vamos a hacer?”, expresó.
El trabajo de campo y las pláticas con diferentes personas involucradas en temas mezcaleros me hacen pensar que el hecho de que no se hable tanto de las mujeres en el mezcal no es por una cuestión de invisibilidad de género o de discriminación sino por una falta de acercamiento a quienes elaboran destilados que son más tradicionales y campesinos y no los que llegan a las ciudades a través de otros voceros o por moda. En esta bebida, que es gusto histórico y legado ancestral, pueden verse las relaciones de trabajo en las comunidades de los pueblos de México en las cuales toda la familia participa pues existe una valoración de la labor colaborativa.
Los roles que desempeña cada miembro son parte del equilibrio de algo que se conoce como “fuerza vital” (en términos de la doctora Catharine Good quien ha estudiado a fondo el tema de la antropología y etnografía alimentaria) y que también está relacionado con el tequio (entendido como una dinámica colectiva del pueblo para trabajar por un fin común). Este engranaje social camina bajo el precepto “yo doy y tú me complementas”.
“Esta definición de trabajo favorece las actividades específicas de las mujeres, los niños y los ancianos, y tiene implicaciones importantes para la construcción cultural de las relaciones de género, ya que no se jerarquiza el valor del trabajo en sí, ni lo cotiza en términos monetarios, sino que lo valora en términos de su aportación social”, se lee en la obra Formas de organización familiar náhuatl y sus implicaciones teóricas de Good.
De igual forma, para los zapotecos y otras culturas como la mixteca o la chontal, la familia funciona como unidad de producción y el trabajo comunal y la ayuda mutua fortalecen su identidad. La colaboración juega un importante papel entre amigos, parientes y compadres durante las actividades agrícolas y eventos sociales, religiosos y rituales.
Hoy sabemos que el mezcal no sólo se bebe a besos, se bebe con respeto. El mezcal es venerado desde generaciones atrás por unos y catalogado como de “mala muerte” por otros y vive un segundo aire dividido entre lo trendy y el trabajo de gente comprometida con él. La bebida está inmersa en esa dicotomía de visiones del mundo: la mercantil y práctica vs. la tradicional y arraigada.
Lo mejor es que el mezcal es un brebaje incluyente, en el que no se separan cuestiones “hombre” o “mujer” sino se recupera el término “familia” pues hermana y une a las personas y los espíritus. Así es como me gusta acercarme a él: a sorbitos que te hablan del paisaje en cada nota, con su propia lógica de sabor, pero sobre todo que tienen la energía y el cariño de las personas que dejan su vida en cada gota.