Loreto Antonio López Carvajal, El Toñito, fue un joven de 19 años cuya muerte, en octubre de 2005, valió apenas un renglón y medio en un periódico mexicano, en el penúltimo párrafo de una nota policiaca, que de las palabras dedicadas a Antonio invertía la mitad en detallar que el muchacho había recibido siete balazos, de una pistola 9 milímetros.
[contextly_sidebar id=”kDoel4p9UEwSQmgu2ifwQMXmZXGFXaDH”]Acusado previamente de robos menores, el rumor que corrió por Culiacán, Sinaloa, fue que El Toñito había entrado a la casa equivocada, que un “desconocido” lo sorprendió robando en el fraccionamiento Valle del Río, que le dio alcance y lo acribilló en la calle.
“Pero también se dijo –subraya Olivier Acuña, reportero especializado en crimen organizado, vecino de la zona e involuntario protagonista de esta historia– que al Toñito lo habían llevado a robar a la casa de seguridad que controlaban unos policías, y en donde había droga guardada… obviamente, quien había planeado el robo de la droga era un integrante de ese mismo grupo de policías… pero el asunto se complicó cuando El Toñito no sólo se robó la droga, sino que también se robó una pistola, con cacha de plata y con insignias oficiales.”
Esa pistola, única por su ornamentación, vinculaba a los policías con la casa de seguridad y con la droga.
“El Toñito se había ido por la libre –subraya Olivier Acuña, actualmente editor y productor ejecutivo de TeleSUR, en Quito, Ecuador–, agarró la pistola sin avisarle a nadie, y los policías a los que robó no se la perdonaron… El Toñito trabajaba de por sí para ellos, ellos le decían qué casas robar y el botín era para los policías… así que cuando quisieron cobrársela al Toñito, le pusieron una trampa: nuevamente le ordenaron robar una casa, pero esta vez ya lo estaban esperando y, cuando llegó, lo asesinaron.”
Cuando el cuerpo de El Toñito fue encontrado, al día siguiente, en la calle, las autoridades pudieron constatar que no iba armado. Aún así, sus atacantes le asestaron siete disparos.
Luego de 20 años como reportero, en 1999 Olivier Acuña, originario de la Ciudad de México, se instaló con su esposa e hijos en Culiacán, donde contaba con dos propiedades, una vivienda, con un local comercial, así como un terreno baldío, en la colonia Juntas de Humaya.
Se trataba, explica Olivier, de un “terreno sin construcción, nada más con las bardas”, ubicado junto a un deshuesadero de autos chatarra, que pertenecía al entonces director de la pensión de autos robados de la Procuraduría estatal, Esteban Juárez.
“Un día me visitó este señor –narra Olivier– y de manera muy prepotente me dijo que me iba a comprar mi terreno, porque quería ampliar su deshuesadero, pero que el precio no lo iba a fijar yo, sino que lo iba a decidir él directamente. Yo me negué, le dije a ese sujeto que no estaba obligado a venderle a nadie y que no me dejaba intimidar.”
Es a raíz de este diferendo, expica Olivier, que decidió investigar, en su condición de reportero, por qué el encargado de custodiar los vehículos recuperados por la Procurauría estatal era, a la vez, dueño de un deshuesadero.
“Yo me empecé a dar cuenta de que la gente que estaba ahí, desmantelando carros, era la misma que se movía en la pensión de autos recuperados de la Procuraduría, y en colaboración con reporteros del Canal 3 de la televisión local, expusimos esta irregularidad”, bajo la hipótesis de que los autos recuperados por Procuraduría y resguardados en la pensión, terminaban por ser desmantelados en el taller particular de Esteban Juárez.
Pocos días después de difundida esa denuncia, la pensión de la Procuraduría se incendió… y Esteban Juárez fue asesinado.
“Esteban Juárez no estaba solo, sino que formaba parte de una mafia mayor de policías, que controlaba toda la actividad delictiva en Culiacán. Entonces, cuando expusimos lo de la pensión, como que quisieron desaparecer toda prueba de que los mismos policías estaban robándose los autos que ya habían sido recuperados, por eso la incendiaron –asegura Olivier, y se lamenta–: Y es ahí cuando empieza a crecer mucho el hostigamiento hacia mi persona: hombres armados fuera de casa, persecuciones vehiculares, arrestos injustificados de familiares y conocidos”, así como la invasión del terreno en el que, inicialmente, querían expandir el deshuesadero particular del finado Esteban Juárez.
Esta cadena de agresiones llegó a su punto límite el 14 de enero de 2006… es decir, tres meses después del asesinato de El Toñito.
El Toñito era un niño conocido en la colonia Junta de Humaya, y tal como admite Olivier, él sospechaba que este joven, junto con otros más, algunas veces habían entrado a su vivienda, para tratar de robar cosas, aunque nada del valor suficiente como para emprender una denuncia formal.
La noche que mataron al Toñito, Olivier escuchó los disparos, desde dentro de su casa, así como la ronda de ladridos que los impactos desató en toda la colonia.
Al día siguiente, en el barrio se supo que la víctima encontrada a algunas cuadras de distancia era el joven Antonio, cuya muerte lamentaron los vecinos, debido al aprecio que su viejo padre concitaba pero, también, porque el homicida había escapado, sin que se conociera su identidad.
Parecía un homicidio impune más, en esta entidad controlada desde hacía varios años por el Cartel del Golfo, el grupo criminal más fuerte del país.
Tres meses después del asesinato, sin embargo, una docena de agentes de la Unidad Modelo de Investigación Policial de Sinaloa, encabezados por el comandante Jorge Valdez Fierro, secuestraron a Olivier fuera de su domicilio, lo condujeron a instalaciones de la Procuraduría estatal y lo torturaron durante 16 horas, para que confesara el homicidio del Toñito.
Tal como concluyó la recomendación 06/2006 de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Sinaloa, esta docena de policías secuestró ese día a tres personas, a las cuales se alternaron para torturar hasta lograr que las tres admitieran su implicación en la muerte de Antonio, poniendo a Olivier no sólo como el autor intelectual, sino como quien jaló el gatillo.
Luego de investigar los hechos, tomando como base la averiguación previa integrada por la Procuraduría estatal, la Comisión de Derechos Humanos de Sinaloa detectó que las víctimas no sólo presentaban huellas de tortura (golpes, ahogamiento, amenazas de ejecución, amenazas de violencia contra familiares), sino que el Ministerio Público fabricó sus declaraciones con tal torpeza que, incluso, confundió el orden de los hechos inventados.
Así, por ejemplo, según la averiguación previa, Olivier fue detenido a partir del testimonio de una persona que lo implicó en el homicidio… pero esa persona, también según la Procuraduría, fue detenida después que Olivier.
Además, en esta declaración fabricada, la persona que acusa a Olivier asegura que nunca llegó a estar junto a él, que no vio cuando disparó… para luego describir a detalle la pistola con la que supuestamente asesinó al Toñito.
Asimismo, el área de periciales asegura que a los detenidos se les practicaron pruebas para determinar si habían usado armas de fuego, varias horas antes de que el Ministerio Público solicitara la realización de dichas pruebas… y finalmente éstas concluyeron que ninguno había detonado un arma.
Debido a estas irregularidades, no sólo la Comisión Estatal de Derechos Humanos emitió una recomendación en contra de las autoridades sinaloenses, sino que incluso el Grupo de Trabajo contra las Detenciones Arbitrarias de la ONU emitió en 2008 un llamado al Estado Mexicano, para que pusieran en libertad al periodista.
Aún así, Olivier y los otros dos detenidos pasaron 28 meses en la cárcel.
–¿Cuál es la razón de que haya ocurrido esto –se pregunta a Olivier– fue un diferendo inmobiliario, fue un acto de represión?
–Esto no tuvo que ver nada con la propiedad de un terreno –dice, categórico–. Esto fue una conspiración para vengarse por información que di a conocer, esto fue por revelar la complicidad entre la policía de Sinaloa y el crimen organizado, entre el gobierno y los delincuentes. Lo del Toñito fue el pretexto, solamente, para vengarse, primero de él, por robarles la droga y la pistola de plata, y luego de mí, por denunciar su corrupción.
Luego de salir de la cárcel, Olivier tuvo que abandonar primero Culiacán, luego Sinaloa y, finalmente, México.
Perdió todas sus posesiones, jamás pudo volver a su vivienda, su archivo periodístico fue saqueado, desapareciendo así las evidencias recabadas contra los policías de Culiacán.
Su familia se fragmentó, irreparablemente, con él asilado primero en Canadá, luego en Inglaterra y, en la actualidad, en Ecuador, siempre desempeñándose como reportero, corresponsal y editor informativo.
–¿Qué esperas, a diez años de la agresión sufrida?
–Justicia –dice Olivier–. La impunidad sigue ahí. Nadie ha sido sancionado por lo que nos hicieron, nadie ha enfrentado responsabilidades por el secuestro, la tortura, la fabricación de pruebas, el despojo de todo lo que tenía… Nadie respondió por la muerte de El Toñito… No hay justicia, no hay reparación del daño… no hay nada.
De hecho, el olvido institucional es tal que incluso la Comisión Estatal de Derechos Humanos sacó de su lista de recomendaciones en seguimiento la 07/2006, aún cuando nunca fue cumplida la demanda de que estas violaciones a los derechos de Olivier fueran investigadas.