[contextly_sidebar id=”wtOseGF2V01IgW6inSKvO7EK75hrALxt”]Este perfil de la ganadora del Premio Nacional de Derechos Humanos, directora de Ciudadanos en Apoyo por los Derechos Humanos, se publicó originalmente en agosto de 2011. Animal Político lo retoma con motivo del reconocimiento que otorga el Estado mexicano a los defensores.
“Tenemos 69 casos desapariciones forzadas, pero cuando se llevan a una persona, hay más a su alrededor. Estimamos que puede haber hasta 290…”.
A la hermana Consuelo Morales no hay que buscarla en colegios. Tampoco en hospitales o en capillas. A esta monja bajita y arrojada de 63 años se le encuentra en la Procuraduría. En los ministerios públicos. En las cárceles.
Treinta hombres y mujeres que buscan a un familiar perdido escuchan con atención. Están apretujados en una sala de la organización Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC) que dirige la religiosa.
Han llegado tantos que ya no caben, pero se acomodan como pueden. De la mano de Consuelo, padres, madres, hermanas y esposas se han convertido en investigadores de los casos que traen a cuestas, pues la justicia en Nuevo León es una máquina tan oxidada que ya ni hace el intento por chirriar.
No hay sitio preparado para que el crimen lo engulla. Monterrey, la capital estatal, estaba concentrada en su productiva industria cuando, de a poco, aparecieron muertos todos los días. Primero, en las salidas hacia Tamaulipas —el conflictivo estado vecino—. Después, en las vías de alta velocidad. Luego en el centro y en las zonas residenciales. De 2009 a 2010, las muertes violentas crecieron 242%. Las desapariciones, 47%.
Hay quien busca a su familiar desde hace un año y medio. Otros, desde hace un mes. La mayoría son hombres jóvenes, estudiantes o trabajadores.
—Entraron a mi casa en la madrugada unos hombres con chaleco de policía. Se metieron a robar y se llevaron a mi hijo –dice una madre rubia y bajita con tono de dolor.
—A mi muchacho lo ‘levantaron’ junto con otros cuatro. Sólo estaban en la Presa divirtiéndose —explica otra mujer pálida y ojerosa.
—Mi hermano desapareció cuando fue a comprar refrescos. Primero, la Marina me dijo que sí lo habían detenido. Después, que nunca había estado ahí —cuenta una joven rubia sin comprender aún qué sucedió.
La religiosa no podía tener mejor nombre. Consuelo. Todos los que llegan a CADHAC están en busca de él, pero también, de que la justicia se mueva. Junto con un equipo de abogados voluntarios, los familiares le ‘hacen la tarea’ a la Policía Ministerial. Por escrito les comunican qué falta por hacer y hasta cómo deben pedir la información.
Un familiar descubrió que el Ministerio Público no accedía al registro de llamadas de un desaparecido, no porque la empresa telefónica negara la información, sino porque la autoridad la había pedido de forma errónea no una, sino tres veces.
Lety, una madre de espíritu curioso y trabajador, llegó a CADHAC hace dos meses. Su hijo desapareció en noviembre del año pasado. Las instancias oficiales, llenas de gente “comiendo papitas, riéndose o en un círculo contando chistes”, ya habían mermado su ánimo.
—Ésta fue la primera oficina en la que vi a todo mundo trabajando. Uno llega con las autoridades cargando su dolor y los empleados siguen a carcajada batiente.
En reuniones como ésta, todos exponen brevemente las novedades de sus casos bajo la tutela de Consuelo. Hay dolor y preocupación. También cansancio. Pero por encima, hay solidaridad. Esa que no encuentran en las instancias oficiales. Continuamente, Consuelo insufla ánimos.
—Recuerden que no estamos solos.
Las familias explican a dónde hay que ir, por qué funcionario hay que preguntar, cómo hacer presión hasta para conseguir una copia de determinado documento. Las mujeres más temerarias, comentan:
—Yo ando investigando una bodega. Dicen que ahí ‘los malos’ ponen a trabajar a la gente.
Exigir el derecho a la justicia y a la verdad es lo que ha hecho Consuelo desde 1993, cuando fundó CADHAC. En aquel entonces, la mayoría de las violaciones a los derechos humanos eran abusos de autoridad contra reos, pero desde hace una década, el cariz ha cambiado. Ahora se enfrentan a la Secretaría de la Defensa Nacional o a la Marina. La palabra “desaparecido” ha salido del baúl del vocabulario.
Aceitar a la justicia en Monterrey, donde la industria opaca a los derechos humanos, es titánico. Por ello Human Rights Watch le ha otorgado a Consuelo y a otros seis luchadores el premio Alison des Forges. La máxima distinción que reserva para quienes hacen un “activismo extraordinario”. Nunca en los tres años que se ha entregado el Alison des Forges se había premiado a mexicano alguno.
Junto a la defensora regiomontana, este año se ha reconocido a un promotor de la democracia egipcia, a una periodista tunecina y a otra rusa. A una defensora de migrantes de Indonesia, a una feminista iraní y a un defensor de trabajadores de minas de diamantes en Zimbabue.
No hacen falta días enteros junto a Consuelo para descubrir que es una monja atípica. Algunos no la darían por religiosa si no fuese por la cadena plateada con una cruz, que le pende del cuello hasta la boca del estómago. Tampoco suele portar hábito, sino ropa sencilla de colores sobrios.
Consuelo guía a las víctimas como madre. Aunque en el sentido religioso, ella no lo es. En la congregación con que tomó los votos, las Canónigas de San Agustín, no se hacen llamar madres, sino hermanas.
Y tal vez ese adjetivo le queda mejor. Tiene la dulzura de una madre, pero es más bien jovial, como una hermana solidaria y proactiva. Tiene el rigor de quien se aproxima respetuoso a las atrocidades, pero sabe que cada caso requiere una solución creativa.
—Oiga, madre…— la llama una mujer.
Con una sonrisa que le llega a los ojos chiquitos, Consuelo responde:
—¡Ésta ya me ‘madreó’!
El llamado de Dios
—Oye, Consuelo ¿y si comienzas una organización de Derechos Humanos en Monterrey?
—¿Derechos humanos yo? ¡Ni loca!
Jesús Maldonado, el jesuita fundador del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, hizo esa propuesta cuando Consuelo tuvo una estancia en el Distrito Federal. Iniciaban entonces los años noventa.
La hermana había hecho ya trabajo con huérfanos y con indígenas, pero la expresión “derechos humanos” le daba pavor. Hasta le dolía el estómago.
Un día, una hermana de su congregación envió una carta: “Ojalá puedan hacer trabajos apostólicos que incidan en la justicia”, decía. Aún así, ella no veía el camino claro.
Otro día de reflexión, sentada en la capilla del penal de Puente Grande, Jalisco, los nubarrones se disiparon. Salió corriendo a decirle al cura:
—Ya sé lo que Dios quiere de mí.
—Yo también. Derechos Humanos y en Monterrey —respondió el sacerdote.
Cuando le anunció el plan a su congregación, una hermana de rango mayor le dijo: “Si este plan es de Dios, va a seguir”. Y CADHAC tiene ya 18 años
Los últimos meses han sido los más complejos para la organización. Desde el paso de la Caravana por la Paz del poeta Javier Sicilia, las denuncias de desapariciones han brotado como hongos tierra húmeda.
—En Sabinas Hidalgo la Marina se ha llevado a doce muchachos —cuenta un testigo de una detención masiva.
—En Apodaca ya son ochenta jovencitas desaparecidas. Cuando el Ejército va por uno, se las llevan a ellas también —dice otra madre que busca a su hija.
Una tarde de esas, en que los casos llovían, Consuelo anunció.
—No podemos recibir uno más. Estamos saturados y no quiero tomar un caso que no pueda atender.
—¿Y si nosotros lo hacemos? —dijo una voz femenina.
Desde entonces, los familiares de las víctimas son brazos de Consuelo. Ante la falta de financiamiento para tener colaboradores pagados, son ellos los que toman datos, llevan documentos al Ministerio Público, organizan reuniones de análisis que terminan en una comilona fraternal con pollo asado y tacos de chicharrón y algún postre que Consuelo siempre prueba. Cada uno coopera como puede.
“Dinero nunca hemos tenido, pero manos no han faltado”.
El trabajo riguroso la ha hecho una figura incómoda. Ni siquiera cuando los más conservadores han gobernado en Nuevo León, ha causado simpatía. Consuelo y sus colaboradores coinciden en que de 1997 a 2003 ha sido el periodo en el que más hostigamiento han sufrido. Fernando Canales Clariond, panista, era el Gobernador en aquellos años.
Una mañana, en la puerta de la organización, aparecieron gatos descabezados y mensajes intimidatorios. Siguieron las amenazas telefónicas. La presencia de hombres sospechosos mañana, tarde y noche. Eran las épocas en que CADHAC documentaba las torturas y vejaciones que sufrían los presos de Nuevo León.
A la intimidación, siguió el cerco de las élites financieras. Un grupo de grandes empresarios envió al entonces Cardenal Adolfo Suárez Rivera, una serie de informes que concluían que Consuelo era un peligro e incluso sugerían encarcelarla.
El cardenal respondió a los hombres del dinero:
“He leído con detenimiento lo que me han mandado y no tengo nada qué decir. Si quieren meter a Consuelo a la cárcel, adelante. Pero si la tocan a ella, la tocan a mí”.
Con los priistas, CADHAC también ha sido amenazado. En los últimos meses de 2008, con Natividad González Parás en el Gobierno, Consuelo sufrió actos de intimidación por la protección de áreas naturales protegidas y por la defensa de tierras en municipios campesinos.
Aquel año, Amnistía Internacional pidió a activistas de todo el mundo que enviaran cartas a ‘Nati’ para comprometerlo a garantizar la seguridad de la hermana. Se enviaron 3 mil cartas y Consuelo recibió copia de cada una. Con ellas tapizó las paredes de la organización en la Navidad.
El poder se ha dado cuenta que ir contra Consuelo es darse con un canto en los dientes. Aún así, todavía hay quien lo intenta.
Hace poco, un funcionario de seguridad regiomontano fue a visitarla y le dijo:
—Mi mamá comulga todos los días y yo soy muy católico.
—¡Ah! Muy bien.
—Entonces usted no puede hacer nada contra mí.
—¡Uy! de los católicos es de los que más desconfío. Así que usted cíñase al reglamento y tendrá todo mi apoyo. Y si no lo hace, también lo va a tener, porque no lo dejaremos hacer tonterías.
Menos jocosos han sido los encontronazos en la Procuraduría estatal. Hace un mes, la hermana, Javier Sicilia y un grupo de víctimas pidieron avances de las investigaciones.
El fiscal Adrián de la Garza, dio a entender que los funcionarios estaban ofendidos porque la familias les dicen que no trabajan.
—No podemos desconocer que casi toda la información de las investigaciones es de ellos. —reviró Consuelo. —Si la gente grita y se desespera, es porque no ven su tragedia ni su desolación. No se hagan los sentidos.
Corrían los años sesenta cuando Consuelo era una jovencita. Su madre le regalaba joyas, autos, la ropa elegante que otras chicas querían. Todo con la intención de borrarle la idea de ser monja.
De haber visto los juegos de Consuelo niña, hubiera bastado para saber que el camino ya se había trazado.
—Me ponía una toalla en la cabeza y jugaba a ser religiosa. Daba clases, cantaba, cuidaba a los muñecos. Rezaba por esto y por aquello.
Al terminar una jornada de trabajo, pasa frente a la iglesia de la Purísima, a escasos metros de donde están sus oficinas, y una monja adolescente en las escalinatas le llama la atención. La joven viste un hábito y vende pan en un puestito. Consuelo la mira como si no tuviesen nada en común. Y en cierto modo es así.
Defender los derechos humanos, y encima ser mujer y religiosa ha sido complejo. Hay incluso quienes dicen que si fuera hombre, sería un obispo influyente como Raúl Vera o como fue en su momento Samuel Ruiz. Otros dicen que si fuera hombre, sería más fácil conseguir financiamiento para su labor.
Ante esa realidad en la iglesia católica, Consuelo no se arredra. Al contrario, aprovecha para construir lazos sólidos con quienes buscan servir sin privilegios.
Por ahora, la hermana se siente tranquila en Monterrey. Cree que el narcotráfico está demasiado preocupado en sus matanzas como para voltear a ver a los defensores, y las autoridades, demasiado desprestigiadas para denostar su labor.
—¿Te consideras una monja incómoda?
—Sólo soy una monja feliz.