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[contextly_sidebar id=”Lc0ZWWPWZIaD8VEey0NmEg2G85kdP26L”]La ceremonia del Día de Muertos en Pátzcuaro, Michoacán, sigue cautivando a locales y visitantes. La idea de que la vida no acaba con la muerte ha sobrevivido en esta región desde la época prehispánica. Miles de personas llegan cada año seducidas por la atracción del rito
Recibida la desgarradora noticia de un cáncer terminal, Henning Mankell decidió escribir un libro de su recorrido hacia la muerte. Arenas movedizas fue el título que eligió el escritor sueco para su última obra.
“Nadie quiere morir, ni joven, ni viejo. Morir siempre es difícil. Y además, solitario”, escribió Mankell, en lo que terminó siendo un conmovedor relato de la dura batalla de un hombre contra ese miedo superlativo que provoca dejar de existir. El escritor finalmente murió el 5 de octubre de este año.
Ese perenne conflicto del hombre frente a la muerte pareciera cobrar en México una significación especial en esta época. Los días 1 y 2 de noviembre los mexicanos celebramos el Día de Muertos, un rito al que –desde tiempos casi inmemoriales– pareciéramos recurrir de cuando en cuando para lidiar mejor con el momento en que se acabe la vida, la propia y la de nuestros seres queridos.
Y, probablemente, en ningún lugar del país se viva este ceremonial con más intensidad y entusiasmo que en el corazón del antiguo Reino Purépecha de Pátzcuaro, en Michoacán.
Pátzcuaro es el nombre de una pequeña villa fundada en el Siglo XIV, y también el de un enorme lago que se extiende a su vera. Junto con varias poblaciones de la zona, de manera especial las islas de Janitzio y Yunuén, Pátzcuaro es el epicentro de una celebración que se resiste a concebir la muerte como final.
Pese a la conquista y posterior imposición del catolicismo en México, los indígenas purépechas lograron conservar elementos ceremoniales de su pasado prehispánico, gracias probablemente a que los permearon con ingredientes del simbolismo cristiano. Los purépechas lograron un perfecto sincretismo religioso en el que conviven el duelo con la fiesta y la tristeza con la algarabía.
El Día de Muertos, las almas de los que físicamente se han extinguido bajan a la tierra para convivir con sus deudos, a cantar, a comer tamales o buñuelos con miel de piloncillo, a beber aguardiente, a vivir, por dos días, como antes…
Y para recibirlos, los deudos los esperan con ofrendas multicolores llenas de velas, calaveras de azúcar, cigarros, pan y amarillas y olorosas flores de cempasúchil, que normalmente colocan sobre las tumbas de los ya idos o en las casas familiares.
Los vivos pasan la noche, hasta la llegada del amanecer, junto a las ofrendas. El día 1 de noviembre se recuerda a los muertos niños; el 2, a los adultos. Al terminar la fiesta se levanta la ofrenda y comienza entonces la cuenta regresiva para el próximo encuentro con los muertos que siguen vivos.
Decenas de miles de turistas llegan cada año a la festividad por el Día de Muertos a Pátzcuaro. Todos parecieran querer contagiarse de esa convicción de que la muerte no es, en sentido alguno, un fin. Ese perenne conflicto del hombre frente a la muerte no es, de manera alguna, privativo de los purépechas tampoco de Mankell.