[contextly_sidebar id=”ItSTHlHjGSR67GDfW6INNg4Zax4fugtF”]En medio de la cancha central de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa aguarda la mamá de Emiliano Alen Gaspar de la Cruz, uno de los 43 estudiantes de este plantel desaparecidos por la Policía Municipal de Iguala, Guerrero, el pasado 26 de septiembre.
Es una mujer bajita, con el cabello encanecido y el cuerpo encorvado por los años, el agotamiento y la tristeza, y a pesar de todo ello está ahí, conteniendo las lágrimas, sí, pero de pie, aún después de haber escuchado a las autoridades federales decir que su hijo, y el resto de los normalistas desaparecidos, están muertos.
“No puedo hablar”, musita, con humildad. Y no es que no quiera hablar, decir su sentimiento, sino que tan pronto como lo intenta, su voz se quiebra y sus ojos, angustiados, se inundan.
“Imagínese nuestra rabia, nuestra impotencia –dice entonces una de sus sobrinas, prima de Alen, parada a su lado–… si ellos fueran hijos de empresarios, hijos de personas dizque importantes, usted cree que no los buscarían por mar y tierra, ¿verdad que sí? Pero como los muchachos son hijos de campesinos, el gobierno no les da la importancia necesaria. Entonces sentimos rabia, sentimos coraje y, sobre todo, sentimos mucho dolor, pero todavía tenemos la esperanza firme de que ellos están vivos. Nosotros muy bien lo sabemos, el presidente dio esa versión porque él quiere irse al extranjero. A él le importa su comercio, le importa su inversión, pero no le importa su pueblo. Peña Nieto no nos va a venir a engañar: ellos están vivos y los vamos a encontrar.”
Y la esperanza, aclara, no es un reflejo de necedad, de rechazo irracional a las explicaciones oficiales. La esperanza es otra cosa, absolutamente racional, aunque difícil de explicar con palabras. ¿Cómo amarlos tanto y aceptar su muerte así, sin más, sin contar con pruebas irrefutables, casi como un acto de fe ciega hacia el mismo gobierno que se llevó a sus hijos?
Eso no es posible. Aceptarlo en esos términos es equivalente a traicionarlos.
“Nosotras sabemos que Alen algún día va a llegar aquí a la Normal y va a seguir estudiando y va a cumplir su deseo de ser maestro… van a ver que sí… porque él es un chico que siempre tuvo la inquietud de ser maestro. Tanto así que, hace un año, en 2013, intentó por primera vez ingresar a esta escuela, pero no se quedó. Y, nuevamente, este año volvió a hacer examen el muchacho, porque ésa era su convicción, el ser maestro y sacar adelante a sus padres. Tanto quería estudiar en Ayotzinapa que, aunque también fue aceptado en la Normal de Tenería (Estado de México) y en la Universidad Autónoma de Guerrero, él prefirió hacer su carrera aquí… y su mamá le dijo: ‘Hijo, por qué no te vas a México, hay más oportunidades allá que aquí en Guerrero’, pero él le respondió: ‘No mamá, yo me voy a quedar en Ayotzinapa, porque así, al salir de clases, me va a dar tiempo de ir a ayudarle a mi papá en la milpa…'”
Pero el tiempo de la cosecha no esperó a Alen y este viernes, de hecho, su papá no está aquí, parado junto a su mamá, porque “se tuvo que ir a Omeapa a juntar la milpa –cuenta su sobrina, una joven a la que de tanto en tanto la voz también se le quiebra–. Él iba a recoger la milpa solito, pero varios compañeros de Alen, de aquí de la Normal, se conmovieron y decidieron hacer el trabajo que le tocaba a Alen en la milpa y que, desgraciadamente, por este maldito gobierno, no lo puede hacer… pero Alen va a volver… van a ver que sí…”
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Emiliano es un hombre de ideas claras que plantea con firmeza, de corta estatura y delgado, aunque de gran fuerza física, que muestra involuntariamente cada vez que aprieta los puños para que el llanto no interrumpa sus argumentos. Él es papá de José Ángel Navarrete González, normalista de 18 años, otro de los jóvenes desaparecidos el 26 de septiembre por la policía de Iguala.
“Estoy triste, pero debo agarrar fuerzas del coraje, porque a mí me indigna esto que le hicieron a los muchachos… es algo que me llena de coraje –dice Emiliano, albañil de profesión, y al decirlo se lleva la mano al corazón y estruja su camisa–… quiero llegar hasta las últimas consecuencias, que se esclarezca la verdad, porque no estamos exigiendo algo que no nos merecemos, y la sociedad, gracias a dios, nos ha dado fortaleza.”
Emiliano fue parte del primer grupo de padres que, un día después del ataque policiaco en Iguala, salió en busca de los 43 normalistas raptados, y acompañó también a los agentes federales que, “15 días después”, llegaron a Guerrero para emprender la búsqueda de manera oficial.
“Y seguimos adelante. La esperanza de nosotros es que nos los regresen con vida, porque vivos se los llevaron, pues… Y ahorita definitivamente no creemos en lo que dice el gobierno (que los normalistas fueron asesinados). Haga lo que haga para engañarnos, para enredarnos, siento que no lo va a lograr. Está perdiendo el tiempo, mejor debería andar buscando, para que nos entregue a nuestros hijos, a fin de cuentas, ellos mismos se los llevaron.”
Este sábado se cumplieron 43 días desde que los jóvenes fueron detenidos y desaparecidos –en un ataque en el que, además, fueron asesinados otros tres normalistas, así como tres transeúntes–, 43 días en los que Emiliano ha dormido en la Escuela Normal de Ayotzinapa, marchado junto a los compañeros de su hijo José Ángel, ido y venido de Iguala, de Cocula, de la Ciudad de México, y 43 días en los que de su vida ha sido eliminado absolutamente todo, excepto una cosa: el amor a su hijo.
“Este tiempo ha representado algo muy fuerte, porque nunca habíamos pasado por una situación así… hemos dejado la casa, dejado trabajo, muchas cosas que dejamos por estar aquí por nuestros hijos, porque los queremos. Nosotros somos de bajos recursos, pero queremos a nuestra sangre, a nuestros hijos. Están primero ellos antes que cualquier cosa material. Porque quizás en el gobierno estén acostumbrados a matarse entre ellos y no les duela, ¿verdad? Pero nosotros somos pobres y queremos a nuestra familia, y más cuando les ocasionan un daño, como el que le hicieron, cobardemente, a nuestros hijos, porque eso fue cobardemente lo que hicieron: dispararle a unos jovencitos indefensos… Yo soy una persona que trabaja albañilería, por eso quería que mi hijo se superara, que aprendiera, que pudiera valerse por él mismo, que no pasara la misma vida que yo le estaba dando… Mi hijo es un muchachito muy alegre, le gusta jugar futbol, siempre practica su deporte, y al ingresar aquí, a la Normal, yo siempre le dije que estudiara mucho, para que un día llevara educación a los pueblitos muy remotos del estado de Guerrero, o de cualquier parte, porque realmente hace falta mucha educación, hay lugares muy marginados en los que no sé por qué el gobierno no pone los ojos y no ayuda a las personas… Y, entonces, yo creo que en una Normal se da un cambio en el ser humano, yo lo vi con mi hijo, y recuerdo que una vez que fue a visitarnos le dije: ‘hijo, me gusta como estás cambiando, aquí en la Normal veo que ya te enderezaste rápido, vas progresando”.
Emiliano se detiene un instante, para tragar saliva y rabia, mientras su puño se aprieta tanto que los músculos del brazo parecen a punto de estallar. Luego continúa:
“Un día antes (del ataque en Iguala), él estaba en la casa de visita y, no sé por qué, me dieron ganas de darle un abrazo y le dije ‘sabes qué hijo, donde quiera que estés, donde quiera que te encuentres, yo te voy a ir a buscar’… esa fue la última vez que lo vi, eso le dije, es la verdad… ¡Y lo he buscado! ¡Lo he buscado desde el primer día! ¡En cuevas, en montes, en iglesias, en haciendas, en todo tipo de lugares los hemos ido a buscar!… Pero sin resultados, desgraciadamente.”
La esperanza, sin embargo, sigue a su lado, “y aquí vamos a seguir”, advierte Emiliano.