[contextly_sidebar id=”Xozr53OGX5T1VTXJgXBdTvsYkvpRJzAy”]Llegamos al restaurante de moda. No había resultado fácil reservar mesa, pero aquel día era especial y mereció la pena esforzarse por conseguir un hueco para una velada en la intimidad. Luz tenue y la música de un piano acariciado con mimo en alguna esquina del local presagiaban un cara a cara muy cercano y lleno de afecto.
Pero mientras ojeábamos los manjares de la carta, elevamos la mirada para observar con horror una estampa tristemente cada vez más frecuente: nuestra media naranja tenía el rostro iluminado, pero no por la pasión del momento sino por la pantalla de su móvil.
De hecho, pronto nos dimos cuenta de que compartimos la velada con un terminal electrónico que cada vez ocupa más espacio en nuestras vidas. WhatsApp, Instagram, Twitter… cualquier excusa es buena para desviar la atención del aburrido mundo que nos rodea para zambullirnos en la magia de cartón piedra de un mundo irreal, con amigos a los que realmente no conocemos y a los que, sin embargo, dedicamos más tiempo que a los que son amigos de carne y hueso desde hace años.
A uno se le cae el alma a los pies al contemplar con cada vez mayor frecuencia esta escena en bares y restaurantes. Parejas que apenas se miran, dejando escapar valiosos momentos que no volverán jamás. ¿Exagerado? No tanto. En varios países asiáticos el asunto ha dejado de ser un fenómeno para pasar a convertirse en una epidemia que ha obligado a las autoridades a tomar cartas en el asunto, y no titubean al emplear el término “adicción”.
Pero por desgracia no es un fenómeno que afecta en exclusiva a una parte del globo, sino que su influencia es general y cada vez toca a más ciudadanos. En este sentido, la doctora Kimberly Young dirige un centro ubicado en Pensilvania que atiende a pacientes diagnosticados con adicción a internet, y es la propia Young quien va más allá advirtiendo que los enganchados a esta nueva droga no se limitan a los smartphones, sino que buscan “pantallas” en general para saciar su pulsión.
Y como buena muestra de la magnitud de esta plaga, los expertos ponen como ejemplo lo sucedido en un tren en San Francisco: el vagón fue asaltado por un individuo armado que demandó el dinero a los presentes, ¿y qué sucedió? Nadie le hizo caso porque estaba todo el mundo enfrascado en el brillo de sus móviles y tabletas. El asunto no fue a mayores, pero en realidad podría haber acabado en un auténtico baño de sangre por la inconsciencia provocada por esta plaga.
Como suele suceder en estos casos, los más vulnerables son los más jóvenes. Niños de muy corta edad que han crecido viendo cómo sus padres se pasan el día mirando absortos a las pantallas de sus móviles mientras se perdían una sonrisa suya. A diferencia de los adultos, los niños no saben distinguir lo que es normal de lo que no en el uso de un dispositivo electrónico, y por ello los expertos sugieren que se creen horas “libres de pantallas” en los hogares para así poder comentar cara a cara y mirando a los ojos cómo ha ido el día.
¿Funciona como una droga la adicción a las pantallas? Atentos al dato porque los expertos advierten que sí: estar delante de la pantalla genera una ansiedad y distracción que libera dopamina en el usuario, que vuelve a conectarse compulsivamente en busca de su dosis. “Funciona igual que cualquier otra droga en la que la recompensa es una dosis de dopamina”, explica la psicóloga Jocely Brewer.
Uno puede pensar que este fenómeno afecta a cuatro locos que se pasan el día en el metro y del que somos inmunes, pero ¿qué nos sucede cuando nos vamos un fin de semana de escapada a una casa rural en la que no hay cobertura? Dos cosas sucesivas: pánico inicial, síndrome de aislamiento y lo que podríamos definir como ‘mono’ (síndrome de abstinencia) en una primera instancia, para luego descubrir de repente la mirada de nuestro acompañante, la gracia de sus comentarios y el verdadero valor de su compañía.
¿El consejo? Convertir nuestra casa en un refugio de montaña todos los días a partir de cierta hora. Ni móvil, ni tablet, ni tele.