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García Márquez y Colombia: un amor condicionado por la distancia
García Márquez y Colombia: un amor condicionado por la distancia
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García Márquez y Colombia: un amor condicionado por la distancia

21 de abril, 2014
Por: Manu Ureste
@ManuVPC 
El escritor colombiano Gabriel García Márquez salió a saludar a los reporteros, fotógrafos y camarógrafos, en este día en que cumple 87 años en su domicilio al sur de la Ciudad de México.  //Foto: Cuartoscuro
El fallecido escritor colombiano Gabriel García Márquez salió a saludar a los reporteros, fotógrafos y camarógrafos, en el día que que cumplió 87 años en su domicilio al sur de la Ciudad de México. //Foto: Cuartoscuro

[contextly_sidebar id=”5ba8273c702b3c8a8030b9815bba71a0″]A muchos en Colombia les duele, pero no necesariamente les sorprende, que su hijo más universal –”El más grande de todos”, en palabras del presidente Juan Manuel Santos– decidiera terminar sus días en México, muy lejos de su patria y a 2 mil 853 kilómetros de su pueblo natal, Aracataca.

Y probablemente no hay mejor lugar para empezar a intentar comprender la intensa, pero también complicada relación entre su patria de origen y Gabriel García Márquez, que ese pequeño poblado del Caribe colombiano.

Después de todo no hay lector de García Márquez que no haya estado ahí, incluso sin haberlo visitado: Aracataca es el referente terrenal de Macondo, la piedra angular de ese mundo –al mismo tiempo mágico y real– magistralmente destilado por el escritor a partir de sus recuerdos de infancia.

Y ese es un mundo a la vez tan reconocible, y tan extraordinario, que ni siquiera la extrema derecha del país que lo vio marcharse al exilio en 1981 –cuando sus posiciones de izquierda le valieron ser acusado de colaborar con la guerrilla– pudo, supo o quiso renegar completamente del gran Gabo.

Por la misma razón, la distancia tampoco logró mermar jamás la profunda admiración y el justo orgullo de sus compatriotas, que en Aracataca se hacen evidentes en nombres como “Billares Macondo” o “Refresquería La Hojarasca”.

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Aunque es innegable que sí condicionó –y junto a sus causas tal vez puede ayudar a explicar– la relación entre Colombia y su escritor más notable. Una relación cuya complejidad ha dejado al descubierto la decisión familiar de celebrar los principales homenajes póstumos al Nobel colombiano en tierras mexicanas.

“Creo que en el fondo jamás le hemos perdonado a García Márquez que decidiera quedarse viviendo en México”, me han dicho también a lo largo de los últimos tres años muchos de sus compatriotas al ser preguntados por la relación de Colombia con el escritor fallecido el jueves 17 de abril, que el mundo entero admiró tanto.

Definitivamente el caluroso pueblo de casas coloridas al que se llega por una carretera en la que no faltan las plantaciones de banano, en cierta forma se parece a una novia definida por el amor juvenil, pero fundamental, que alguna vez sostuvo con Gabo.

Atesora su recuerdo, sí. Y tal vez incluso entiende que era inevitable que se marchara.

Pero no puede evitar que su larga ausencia la hiciera sentirse algo despechada.

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La novia despechada

Ya no es Aracataca la “aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas” descrita, bajo el nombre de Macondo, en “Cien años de soledad”, sin dudas la obra emblemática de García Márquez.

Y tampoco es el pueblo triste de “casas carcomidas” y “techos de cinc perforados por el óxido” que se encontró poco antes de cumplir los 23 años, cuando viajó junto a su madre en tren a vender la vieja casa familiar y regresó con la llave de su universo mágico.

El río sigue ahí. También la estación de tren; en desuso, aunque bastante bien conservada.

Pero la casa natal del ganador del Premio Nobel de Literatura de 1982 actualmente alberga un museo, que constantemente lleva nuevos visitantes a esta localidad que ahora tiene más de 40.000 almas.

El esperado boom turístico por su vinculación con el autor de “Cien años de soledad”, sin embargo, nunca se produjo, a pesar de promesas gubernamentales como “La ruta Macondo” y “El tren amarillo”, que llevó a Gabo por última vez hasta su pueblo natal en mayo de 2007, después de una ausencia de 24 años.

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Y cuando la visito, un par de meses antes de la muerte de García Márquez, siento que además de por la larga ausencia, Aracataca también le reclama al escritor por no haberse podido beneficiar más con su fama.

“Unos dicen que aporta (al desarrollo del pueblo), otros dicen que no. Se dicen muchas cosas”, es lo primero que responde Ana Rosa Vargas, quien reside a pocos metros de las vías del tren, cuando le pregunto que opinan los cataqueros de Gabo.

“La gente le reclama que haya ganado el Nobel y no le haya puesto acueducto a Aracataca, como si esa fuera obligación de él. En cambio no le hacemos el reclamo al Estado”, me explica Conrado Zuluaga, uno de los principales expertos colombianos en la obra de García Márquez, con quien coincido al inicio del viaje.

Deuda impagable

No es que sean desagradecidos los cataqueros. O los colombianos.

Obviamente, a los ojos de aquellos que miden la contribución de los hombres en términos materiales, tal vez no ayuda que Gabo –un hombre descrito como extremadamente generoso por todos aquellos que lo trataron– decidiera volcar esa generosidad sobre todo hacia el mundo de las ideas y las palabras.

Una de las grandes inversiones del autor en Colombia, por ejemplo, fue la compra, a finales de la década de los 90, de la ya desparecida revista Cambio, para intentar inyectar algo más de pluralidad en el periodismo colombiano.

Y si no deja museos o edificios con su nombre –más allá del Centro Cultural Gabriel García Márquez, construido en el barrio bogotano de La Candelaria por la editorial Fondo de Cultura Económica con apoyo del gobierno mexicano– es porque apostó por proyectos como la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños o la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que desde Cartagena contribuye con la formación de las nuevas generaciones de periodistas latinoamericanos.

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En Colombia, en cualquier caso, son mayoría aquellos que sienten que es más bien el país el que tiene una deuda prácticamente impagable con García Márquez.

“Nuestro premio Nobel, ha sido –y no exagero al decirlo– el colombiano que, en toda la historia de nuestro país, más lejos y más alto ha llevado el nombre de la patria”, dijo en su homenaje póstumo a Gabo el presidente Juan Manuel Santos.

Al hablar así el mandatario sólo estaba reflejando un sentimiento generalizado.

“Gabo no inventó el realismo mágico, sino que fue el mejor exponente de un país que es –en sí mismo– realismo mágico”, dijo también Santos, al intentar resumir la simbiótica relación entre Colombia y García Márquez.

Y la tristeza y el dolor por la muerte del autor, a lo largo y ancho del país, han sido innegables.

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Ausente y a la izquierda

Hasta la semana pasada, sin embargo, yo siempre sentí, y no sin algo de sorpresa, que la mayoría de los colombianos me respondía con más orgullo que cariño cada vez que les preguntaba por Gabo.

Como si, así como parece suceder con los cataqueros, en cierta forma el cariño hubiese sido atemperado por la distancia.

Por supuesto, también es cierto que en un país en donde en promedio se leen 1,9 libros al año, todos han oído hablar de Gabo, pero no todos lo han leído. Y leerlo es sin duda un primer paso necesario para aprender a amarlo.

Y además está el factor político, el punto de partida de la separación y la distancia.

Efectivamente, a lo largo de su vida, García Márquez residió varias veces en el extranjero, por diferentes razones. A mediados de los 50 llegó a París como corresponsal de El Espectador, y decidió quedarse un tiempo ahí, incluso después del cierre del periódico por parte del dictador Gustavo Rojas Pinilla, para dedicarse de lleno a la literatura.

También vivió y trabajó en Caracas, La Habana y Nueva York, pero a inicios de los 60 se estableció en México –una especie de Meca de los artistas latinoamericanos de la época– y fue ahí donde escribió “Cien años de soledad” y nació el segundo de sus dos hijos. Una vez obtenida la fama fijó residencia en Barcelona, donde cimentó la luego perdida amistad con Mario Vargas Llosa.

A inicios de los 80, sin embargo, regresó a su patria natal con planes de quedarse ahí por un buen tiempo.

Hasta que unos amigos le advirtieron que el ejército tenía pensado arrestarlo e interrogarlo por presuntos lazos con el movimiento guerrillero M-19, pues el entonces presidente César Turbay lo acusaba de ser uno de sus financiadores.

“Sé que la trampa estaba puesta y que mi condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay valores intocables”, contaría García Márquez luego, en un artículo publicado en abril de 1981 en el diario El País de España.

“Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”, concluiría.

En el mismo artículo, Gabo también hace una importante “precisión de honestidad”: “Desde hace muchos años, (el periódico) El Tiempo ha hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado, el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista feroz que está dispuesto a destruir a su patria”.

“Cometen un error de principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología con que escribo mis libros”, insistiría valientemente, en un país en donde declararse de izquierda en esa época a menudo se pagaba con la muerte.

“A Gabo la derecha no le perdona que sea amigo de (Fidel) Castro”, me diría mucho después, en el camino a Aracataca, Conrado Zuluaga.

Y aunque es el único exabrupto público posterior a su muerte, y las críticas desde todos lados del espectro político casi unánimes, el desafortunado trino de una congresista de derecha poco después del anuncio del fallecimiento del escritor puede ayudar a entender por qué una parte de Colombia nunca le pudo entregar completamente su corazón a García Márquez.

“Pronto estarán juntos en el infierno”, escribió el pasado jueves en su cuenta de Twitter la diputada uribista María Fernanda Cabal a lado de una foto en la que Gabo aparecía junto a Fidel Castro.

Así las cosas, no puedo dejar de preguntarme si la ausencia de García Márquez no molesta tanto a algunos colombianos porque, en sus orígenes, fue un resultado de la violencia y la intolerancia política, de las que no les gusta ser recordados.

Porque es incómodo tener que admitir que el hijo más ilustre de Colombia, su mayor orgullo, a su manera también fue uno más de sus cinco millones de desplazados.

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Una patria de palabras

No fue, sin embargo, la política, la que hizo que García Márquez mantuviera su residencia oficial en México, haciendo de su hermosa casa en Cartagena un segundo hogar al que acostumbraba trasladarse una vez al año.

“Lo que sucede con Aracataca es que hubo un momento en que ya no pude ir con naturalidad. Yo llegaba y se paralizaba todo… Lo formidable sería poder llegar al pueblo y estar ahí, como un cataquero cualquiera”, le explicó el escritor a la revista Cromos en 1982, justo después de haber recibido el Premio Nobel.

Y Gabo, un hombre tremendamente tímido y privado, también podría haber dicho lo mismo del resto de su patria, adonde –como explicó una vez- se resistía a establecerse porque temía le terminarían pidiendo su opinión sobre todo, hasta por la presencia o ausencia de sonrisas en el rostro del presidente de la República.

Así, dicen sus allegados que fue sobre todo para poder dedicarse plenamente a las palabras que Gabo decidió quedarse viviendo en México, lejos de la adulación y las demandas de la fama que en su país natal habrían dificultado su trabajo.

Comprensible si se asume que las palabras eran su más grande amor, su verdadera patria.

Y por eso tal vez no importa donde descanse. Porque a Gabo en el fondo lo podemos reclamar como propio lectores colombianos, mexicanos y latinoamericanos.

Aunque, como también deja claro el ya citado artículo de El País, él jamás renegó de sus orígenes.

“Nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política”, dijo.

Descanse en paz.

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