[contextly_sidebar id=”0bd0dc00fb5834bbeb216c2b8f99ed37″]Moyotepec y La Lucerna son dos de los 55 poblados indígenas enclavados en la zona serrana de Guerrero, conocida como La Montaña, que resultaron destruidos, seriamente afectados en sus viviendas, o que quedaron aislados, a causa del desgajamiento de cerros y el desbordamiento de ríos que provocó la tormenta Manuel, la cual azotó la región entre el 13 y el 18 de septiembre. Huyendo de la amenaza del agua, los habitantes de estas dos comunidades se refugiaron en la cima de los montes aledaños, y ahí permanecen, guarecidos en frágiles chozas improvisadas con palos y bolsas, que en realidad no los cubren de la lluvia y el viento; calentándose con raquíticas fogatas encendidas con leña húmeda, sin cobijo y prácticamente ningún alimento.
Según los cálculos de sus autoridades tradicionales, en estos dos campamentos permanecen más de 3 mil personas, que han dado por perdidas sus viviendas y sus cosechas, ya sea por haberse derrumbado o por estar a punto de hacerlo. Y como Moyotepec y La Lucerna, los habitantes de al menos media centena más de localidades indígenas de La Montaña, permanecen en campamentos y refugios a los que la asistencia oficial apenas ha salpicado.
Al menos durante los primeros ocho días desde que iniciaron las lluvias, estos poblados –en los que según estimaciones del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan habitan 32 mil indígenas– no recibieron ningún tipo de auxilio de las autoridades gubernamentales, que tras la tormenta concentraron todos sus esfuerzos en la atención de la zona turística del estado, Acapulco.
La poca ayuda que recibieron durante ese tiempo, fue aquella enviada, en muchos casos a pie, por familiares, vecinos de otros pueblos, organizaciones populares de Tlapa y otros municipios cercanos, así como de trabajadores organizados de la región.
La prisa…
El pasado domingo, 22 de septiembre, los habitantes de Moyotepec sumaban ya ocho días en espera de asistencia. Para entonces, la mayoría de ellos estaban ya instalados de manera provisional en la punta de un cerro.
Pero los más viejos, los enfermos y dos mujeres que dieron a luz en sus viviendas no pudieron salir del pueblo, debido a la empinada cuesta que debe remontarse, cuyo suelo es fangoso unos puntos, y agrietado en otros.
Pero con la llegada de un grupo de reporteros a esta localidad, este domingo la precaria situación que enfrentan los damnificados parece dar un vuelco, ya que unas horas después de que la prensa comenzó a levantar el testimonio de los afectados, a Moyotepec llegaron, en tropel, un equipo de médicos de la Secretaría de Salud federal y otro del Ejército, una camioneta del DIF estatal cargada con cobijas, una camioneta de la Secretaría de Salud estatal con pastillas potabilizadoras, y un camión de volteo, enviado por la Secretaría de Desarrollo Social del gobierno federal, repleto de despensas.
Pero la prisa de las autoridades por hacer presencia en Moyotepec, mientras la prensa aún se encontraba ahí, fue de tal magnitud que todo el convoy oficial de asistencia pasó de largo ante el campamento de La Lucerna sin proporcionarles ningún auxilio, y los 450 damnificados de este pueblo vieron desfilar ante sus ojos la ayuda tan anhelada, sin obtener absolutamente nada.
La salud, según la burocracia…
Tan urgidos de ayuda como están, los pobladores de Moyotepec agradecen las despensas que la Sedesol entrega –con más de una semana de retraso–, así como las cobijas y los medicamentos. Pero con total disgusto escuchan las palabras, casi absurdas, de los representantes de la Secretaría de Salud federal, que desde una camioneta imparten lo que ellos definen como una “plática de prevención sanitaria”, pero que en realidad es un regaño, plagado de demandas absurdas.
“Les decimos que les vamos a dar una plática y ustedes no la quieren, porque no les vamos a dar dinero o nada que los va a beneficiar, y eso no se vale –les reclama Fernando Amezcua Alanís, quien se presenta como promotor de salud de la caravana tipo cero de la Secretaría de Salud federal–: queremos que vengan los comités locales de Oportunidades, los comités de Salud, queremos que vengan también las titulares del Comité de Oportunidades”.
Guarecido de la llovizna y el viento frío dentro de la cabina de la camioneta oficial, este servidor público les habla a las mujeres del pueblo, que lo escuchan descalzas, sobre el lodo, sin nada que las cubra del agua.
Tal como si no fueran evidentes las precarias condiciones en las que acampan los damnificados, el servidor público exhorta a las mujeres del pueblo a realizar “acciones de saneamiento básico, necesitan lo que es la prevención en el manejo de los alimentos (mismos que no tuvieron durante todos estos días y que tampoco se pueden lavar, si no es con la lluvia misma; necesitamos lo que es la higiene (aún cuando el lodo está adherido a todo en este sitio), y para el agua tiene que haber cloración”.
– ¿Es posible pedirle a a estas personas que cloren el agua en estas condiciones? –se interrumpe al promotor de salud– ¿Ustedes les han traído cloro?
– No –reconoce–, pero ahorita les vamos a dejar.
– ¿Todas esas cosas que les están pidiendo a los pobladores pueden realizarse en aquí, en estas condiciones? –se le insiste, pero el funcionario ignora la pregunta y continúa su lista de exigencias a los damnificados.
“A ver, ¿dónde están depositando sus excretas? Nada de que cada quien hace del baño donde está ubicada su casita de campaña”, suposición ésta tan ilógica que las mismas mujeres ríen con sorna.
Y es que, al no haber bajado de su camioneta en ningún momento, el promotor de salud ignora que lo primero que construyeron los damnificados fue una letrina y una única choza de maderos, donde refugiar a los niños en caso de tromba.
Las demandas sin sentido continúan: “Ustedes deben prevenirse de las enfermedades, deben usar ropa abrigadora –les exige, como si no fuera evidente que niños, adultos y viejos van cubiertos apenas con todo lo que tienen: hilachos, literalmente–, y es muy importante que usen calzado cerrado.”
Esta exigencia causa especial desagrado entre las mujeres, que se cruzan miradas de disgusto compartido, que usan huaraches o que van, de plano, descalzas, igual que sus hijos.
“Y si no tienen calzado cerrado –remata el burócrata–, si ustedes usan huarachitos, pues tienen que usar calcetines.”
–¿Es viable usar calcetines aquí? –se pregunta a una de las mujeres que escucha el sermón, aburrida.
–No –murmura ella–, imagínese: traeríamos los calcetines siempre mojados, aquí el suelo siempre está así –y fija su vista en el suelo lodoso.
La salud marcial
Aún cuando ese domingo una cuadrilla de médicos militares visitó a las cinco personas que, por su salud delicada, no pudieron abandonar sus viviendas fisuradas en Moyotepec, con el anuncio inicial de que las extraerían en camillas y las trasladarían a centros de salud, lo cierto es que, tres horas después de descender al poblado, los soldados finalmente volvieron de su recorrido, jadeantes, sin haber evacuado a ninguno de los “pacientes”, que eran tres ancianas –una con la rodilla atrofiada, otra con fractura de cadera y otra con secuelas de embolia–, más dos mujeres que dieron a luz en medio de la tormenta.
En todos los casos, reportaron los militares, se trata de gente con males “que no ponen en riesgo su salud”, y que se encuentran en viviendas fuera de riesgo, afirmación formulada aún cuando diversos desgajamientos amenazan al pueblo entero.
Epílogo: labor cumplida
Cabe destacar que, al día siguiente de este rápido operativo de asistencia realizado en el pueblo donde la prensa documentaba la falta de auxilio para los pobladores, a la región de La Montaña arribó Rosario Robles, secretaria de Desarrollo Social del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, quien, desde el municipio de Tlapa, afirmó que la supuesta falta de atención a las comunidades indígenas afectadas por la tormenta Manuel “ha sido un problema mediático, pero no de trabajo: hemos estado en todas partes del estado de Guerrero”.