Alberto C. tuvo que limpiar platos, lavar el piso y la ropa a otros internos durante el mes que estuvo detenido por robo en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México. Con los 10 pesos diarios que ganaba, pagaba a otros presos o a los custodios por el espacio donde dormía, su cobija, artículos de aseo personal o su seguridad. Era la primera vez que este hombre delgado de tez morena y sin un diente delantero estaba en la cárcel. Su primera celda fue en la zona de ingreso y compartía con 12 internos. Pensó que allí estaba apretado, pero aquello resultó ser la gloria.
Dos semanas después lo enviaron a otra celda en el Centro de Observación y Clasificación. Allí lo colocaron en un calabozo un poco más grande que un clóset, de dos metros de ancho por tres de largo. Había 20 reos: “Si te iba bien dormías en el piso”, recuerda Alberto. “Unos dormían en la taza del baño o amarrados a las rejas de la celda”.
[contextly_sidebar id=”65bc8ec1f932de8d27351f442336c25f”]Nueve de cada 10 reclusos mexicanos terminan en cárceles como en la que estuvo Alberto. Son de baja seguridad, con hacinamiento extremo, violencia e insalubridad. Son los llamados Centros de Reinserción Social que como el Reclusorio Norte de la Ciudad de México, están localizados en las capitales estatales y algunos municipios.
Más de 200 mil internos se encuentran en las cárceles de este sistema que tiene 30% de sobrepoblación. Se estima que el gobierno gasta alrededor de 130 pesos en la manutención diaria de cada uno de ellos, o casi 47 mil pesos al año, pero el sistema está tan roto, que muchos, como Alberto terminan pagando por servicios en la cárcel.
El sistema lleva más de cuatro décadas en crisis. La llegada de grupos criminales violentos a las cáreles ha empeorado la situación.
En 10 años, los internos que presuntamente pertenecen a la delincuencia organizada aumentaron la población penitenciaria en más de 50%. Pocos de esos reclusos terminaron en los 15 Centros Federales de Readaptación Social (Ceferesos). La mayoría fueron recluidos en las 401 cárceles estatales y municipales de todo el país, donde acusados de delitos menores conviven con miembros del crimen organizado.
El riesgo que significa mezclar estos dos tipos de población carcelaria es una bomba de tiempo. Entre los reos de baja peligrosidad, cinco de cada 10 tienen condenas menores de cinco años por vender el equivalente a 120 gramos de mariguana o 10 pastillas de anfetaminas para ganar mil 250 pesos o menos, según investigadores del Centro de Investigación y Docencia Económicas, CIDE.
Desde el 2012, México ha intentado reparar la crisis carcelaria y está en el proceso de transferir reos peligrosos y miembros del crimen organizado a las nuevas cárceles federales de alta seguridad. Estas cárceles pretenden mejorar los problemas de fuga, violencia y tráfico de drogas, ya que cuentan con rayos X, detectores de metales, detectores de narcóticos y explosivos, bloqueador de teléfonos celulares y mallas metálicas sensibles a intrusiones o fugas. En el 2006, México solo tenía seis cárceles de este tipo, en el 2013 el número subió a 15. En sólo dos años el gobierno federal ha asignado casi 30 mil millones para esos centros federales.
Pero la transferencia de presos federales ha sido lenta. Hoy en día esos penales sólo tienen el 10% de la población penitenciaria, es decir 25 mil presos.
Elena Azaola, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, piensa que la construcción de estas cárceles no es necesaria. Azaola insiste que es importante poner atención a los centros penitenciarios estatales, que están paralizados por el tráfico de drogas y la corrupción. Casi 6 de cada 10 internos en estas prisiones usan inhalantes, mariguana o pastillas enervantes, dice Azaola.
Lo que se requiere, según la experta, es ofrecer mejor sueldo y entrenamiento al personal carcelario.
El autogobierno
Lo más peligroso es cuando los reos controlan un penal y los custodios pierden el control. Eso ocurrió a finales del 2012 en Piedras Negras, un poblado en el estado norteño de Coahuila, en la frontera México-Estados Unidos, cuando 131 reos se fugaron del penal estatal de la ciudad. Según las autoridades miembros de los Zetas controlaban el penal y habían sometido a los 15 custodios que cuidaban a más de 700 reos. Tal era el control que los criminales tenían de esta cárcel, que cuando miembros de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, CNDH, intentaron visitar este centro penitenciario, se les advirtió que podían entrar pero no se podía garantizar su seguridad.
Según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, 60% de los centros penitenciarios estatales en el país son gobernados por los presos. Los casos más alarmantes están en los estados norteños que han tenido los motines más violentos en los últimos dos años. En la cárcel estatal de Apodaca, Nuevo León, 37 supuestos Zetas asesinaron a 44 internos de su grupo rival, el Cártel del Golfo, y se escaparon sin resistencia. Las autoridades de la cárcel estaban en colusión con los supuestos asesinos. Este también es un ejemplo de cómo el sistema carcelario está tan atrofiado, que en muchas cárceles estatales la relación entre custodios y prisioneros se vuelve muy cercana.
“La única diferencia es que ellos (los custodios) salen y los internos no”, dice Barrón del INACIPE.
El caso más sonado ocurrió en el 2010 con Margarita Rojas Rodríguez, directora de la cárcel estatal de Gómez Palacio, Durango, quien supuestamente permitía a reclusos de los Zetas salir del penal para asesinar y atacar a miembros de otros cárteles en Torreón, Coahuila. La prensa local dijo que Rojas Rodríguez podría haber tenido una relación muy cercana con uno de los reos Zetas alojado en esa prisión.