Son ya las cuatro de la tarde y apenas una decena de centroamericanos han pasado por el Comedor San José instalado por varios organizaciones de apoyo a los inmigrantes en el municipio de Huehuetoca, al norte del Distrito Federal. Siete hondureños, los últimos en llegar devoran el plato de arroz con frijoles acompañados de atole que les sirven los voluntarios.
Si se continúa por la vía de ferrocarril que pasa frente a su puerta, en los siguientes cuatro o cinco kilómetros se puede ver a varios grupos de migrantes que siguen su camino sin haberse detenido a reponer fuerzas. Después de la redada policial que tuvo lugar ahí el pasado 17 de junio, prefieren evitar el lugar por temor a correr la misma suerte que algunos de sus compañeros que descasaban en ese lugar en de la mañana de ese día.
[contextly_sidebar id=”5b991833663237ee8b8e53b3f1abe1cc”]“Está muy muy muy calmado. Del lunes hasta abajo venían alrededor de 70 u 80 personas cada día. Ahora apenas alcanzan a venir siete, 10, 13…”, explica mientras mira el cuaderno de registro de la última semana Eduardo, un voluntario que atiende a los inmigrante y que estaba el día del operativo.
Tampoco se ve a nadie dentro del albergue de la iglesia católica que hay un par de kilómetros más adelante, consistente en una gran carpa y en cuyos alrededores, según algunos testimonios, también detuvieron a algunos. En total, denunciaron varias ONG, se llevaron a 30.
“La cultura de la migración es una cultura oral. Se transmite la información de forma rápida precisamente por la movilidad y se ha transmitido que en el comedor de Huehuetoca ha habido redada”, explica Jesús Robles, abogado defensor de derechos humanos de Vía Migrante.
Al comedor llega Alexis, un hondureño que dice tener 18 años, aunque aparenta más, que ha caminado durante dos días tras bajar de La Bestia en Lechería. Él ya sabe lo que es ser deportado. Él ya había llegado hasta Tijuana y se había quedado ahí por un trabajo en una fábrica en la que le pagaban 500 pesos por laborar de 7:00 de la tarde a 3:00 de la madrugada. Diez días atrás lo llevaron de vuelta a su país, pero tomó un autobús y se plantó de nuevo en México para ir hacia el norte.
Se queja de que horas antes le habían sorprendido unos agentes de migración y, para poder escapar, tuvo que tirar su mochila y las de dos compañeros a los que se las guardaba. Alexis vio cómo los agentes se quedaban con ellas. “Me las podían haber dejado ahí y yo las hubiera recuperado después. ¿Tú crees que si las reclamo me las devolverán?”, le pregunta a uno de los voluntarios.
A los pocos que llegan al comedor “no se les dice nada” sobre lo sucedido el día 17, indica Eduardo: “Ellos no saben nada de lo que pasó aquí. Es mejor no comentárselo para que ellos sigan seguros en su camino y no vayan con ese temor”.
Eduardo recuerda que la irrupción policial del día 17 fue entre las 11:00 y las 11:30 y que él estaba sentado en la oficina cuando varios de los alrededor de 40 inmigrantes que estaban descansando frente a la puerta del comedor entraron corriendo y subieron las escaleras que dan al piso superior, donde se guarda la ropa y los medicamentos y hay alguna cama para que los más lastimados descansen.
Cuando Eduardo, guatemalteco que tramita su permiso de residencia en México, vio que los migrantes huían de las cuatro patrullas de las policías municipal y estatal que acababan de aparecer, y los perseguían por las vías, intentó cerrar la puerta. “Cuando intenté agarrar la puerta para cerrarla uno de los policías federales la empujó con la mano y me topó a mí”, explica.
Incluso, el agente, al ver que no tenía aspecto de centroamericano, lo agarró del brazo e intentó detenerlo, pero lo salvó el gafete de voluntario que llevaba al cuello. Sin embargo, y aunque el Instituto Nacional de Migración aseguró en un comunicado que su intervención “se desarrolló exclusivamente en la vía pública”, el guatemalteco asegura que “un policía municipal agarró a dos que estaban sentados tomando atole, que estaban petrificados, no se podían ni mover, los agarró y se los llevó a la patrulla”.
También alcanzó a ver cómo a otro lo zancadilleaban y lo tiraban al suelo, para luego agarrarlo entre dos agentes de los brazos y las piernas y tirarlo dentro de la patrulla como si fuera un bulto. Todo mientras dos miembros del Instituto Nacional de Migración miraban el operativo desde el portón del comedor.
Tal como denunciaron múltiples organizaciones de derechos humanos, la operación fue ilegal, ya que, según la nueva ley de Migración que entró en vigor el año pasado, el Instituto Nacional de Migración no puede “realizar visitas de verificación migratoria en los lugares donde se encuentren migrantes albergados por organizaciones de la sociedad civil o personas que realicen actos humanitarios, de asistencia o de protección a los migrantes”.
“Hay una doble ilegalidad”, destaca Robles, porque “la policía no tiene facultades para detener a personas que no estén cometiendo un delito en flagrancia y migrar no es un delito” y que esto no implica sólo ese espacio físico, sino también sus alrededores.
La redada en Huehuetoca se suma a los muchos problemas que ya han sufrido los defensores de los migrantes en la zona del Valle de México. Primero las quejas de los vecinos obligaron a cerrar el albergue que tenía la iglesia católica en Lechería, uno de los principales puntos donde bajan los centroamericanos que viajan como polizones subidos en el tren conocido como ‘La Bestia’, para tomar un descanso.
Cuando se instaló una carpa con colchones y comida unos kilómetros más adelante, en Tultitlán también debió ser clausurada por presiones de habitantes del lugar, aunque estaba situada en un punto alejado de las zonas residenciales. Cuando las ONG abrieron un primer comedor en Huehuetoca, este fue tiroteado por desconocidos y también se abandonó.
A pocos metros se abrió un albergue donde los inmigrantes podía pernoctar, pero un grupo de criminales, formado por integrantes de las maras, se infiltró en él para extorsionar a los que dormían ahí y para reclutar a gente para grupos del crimen organizado. “Alguna vez vinieron camionetas con los cristales tintados para llevar a gente”, relatan activista de la organización Ustedes Somos Nosotros y uno de los principales responsables del albergue y del Comedor San José, que se abrió después.
Incluso tras el cierre algunos activistas fueron amenazados y hostigamiento por su labor, por lo que frecuentemente pasa frente al comedor una patrulla de la policía de Huehuetoca para protegerles. La redada del lunes tuvo lugar en un momento en que no estaba la patrulla por el cambio de guardia.
“El único punto donde no existe asistencia humanitaria en este país es la región del Valle de México, donde confluyen todas las rutas migratorias. Más que este comedor y la carpa (el albergue de la iglesia)”, se lamenta Robles.
El abogado acusa a la actuación de las autoridades de dejar a los migrantes, que eluden el comedor y el albergue, a merced del crimen organizado, que tiene otra fuente de ingresos en el cobro de extorsiones.
En los últimos meses, los activistas han denunciado que la última modalidad es el cobro de un pasaje de hasta 100 dólares por tramo para poder ir subidos a La Bestia.
Daniel, también hondureño, se aproxima por algo con que llenarse en el estómago en el comedor. Dice que ya es la cuarta vez que viene como indocumentado a México tras haber sido deportado tres veces. En esta ocasión tuvo suerte, porque los extorsionadores le dejaron subir al tren al comprobar que no tenía dinero. “Ni me golpearon ni nada. Hay algunos que les golpean y hasta los matan a veces. Los tiran del tren con machete o les cortan las manos. Yo vi a dos a los que les cortaban las manos en Coatzacoalcos”, sostiene.