El 10 de septiembre de 2011, el profesor de primaria bilingüe, José Rubio, bajó de su comunidad en la Montaña de Guerrero —donde se encuentran los municipios más pobres del país— para unir su reclamo al de otras víctimas de violencia en México.
En Chilpancingo, frente a integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que encabeza el escritor Javier Sicilia, tomó el micrófono y con un marcado acento nahua resumió:
—A mi hermano lo mató el Ejército en un retén en 2009 en la comunidad de Huamuxtitlán. Hasta la fecha hemos exigido justicia, pero el caso lo mandaron al Ejército.
A casi tres años del crimen, la batalla que comenzó José, a nombre de toda su famlia, para que la muerte de su hermano Bonfilio Rubio Villegas no quede impune, ejemplifica la insistencia de las instituciones castrenses de seguir investigando los casos relacionados con violaciones a derechos humanos cometidas por personal militar en contra civiles, a pesar de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos Rosendo Radilla, Valentina Rosendo, Inés Fernández y Campesinos Ecologistas.
El martes pasado, de visita en el Distrito Federal, junto con representantes del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan y del Mocipol (organización fundada por Insyde y Fundar en conjunto con Tlachinollan), el profesor José Rubio y su esposa Verónica, se reunieron con senadores para insistir en la necesidad de que el artículo 57 del Código de Justicia Militar sea reformado.
—El problema —dice en entrevista el profesor José— es que ellos no quieren reconocer su error y quieren hacer su ley.
El retén
Bonfilio Rubio Villegas murió la noche del 20 de junio de 2009. Solados del 93 Batallón de Infantería, con sede en Tlapa, Guerrero, dispararon contra el autobús en el que viajaba, en el tramo carretero Alpoyeca-Huamuxtitlán. Esto, luego que el chofer fuera obligado a detenerse en un retén militar.
—Entre los pasajeros había una persona a quien los militares intentaron detener porque portaba botas parecidas a las que emplea el Ejército —relata Santiago Aguirre, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan.
—Lo que refieren los testigos —apunta el abogado— es que eso llevó a que el chofer del autobús y los militares empezaran a recriminarse mutuamente. Finalmente, después de la revisión, cuando los militares ya habían detenido a esta persona, el chofer reinició la marcha. La versión de los elementos del Ejército es que lo hizo sin acatar una orden de alto y que por eso abrieron fuego contra el autobús.
Los impactos de bala perforaron el autobús en la parte superior de las ventanas. Bonfilio fue la única víctima mortal. El profesor José no olvida las fotografías del cuerpo de su hermano, que vio en el Ministerio Público de Huamuxtitlán cuando fue a preguntar por él.
—Una bala le perforó el cuello, entró por el lado derecho y salió por el izquierdo —dice. Todos los pasajeros empezaron a gritar ¡nos van a matar! y uno de los primeros tiros le tocó a mi hermano. No se encontró ni una bala, ni una perforación a las llantas; es claro que tiraron a matar.
Además —asegura el abogado Santiago Aguirre de Tlachinollan— se corroboraron otras irregularidades, como la siembra de evidencia.
—El Ministerio Público, dentro del expediente, asienta que el coronel del Ejército responsable del 93 Batallón de Infantería le obligó a realizar una segunda inspección en la que se reportó haber encontrado, debajo de un asiento cercano al lugar donde estaba Bonfilio cuando murió, unos paquetes de marihuana. Es muy evidente —por cómo aparecen esos paquetes después de que el Ejército tuvo a su cargo el vehículo— que fueron deliberadamente introducidos en la escena del crimen por los propios elementos del Ejército y así lo determinó, en su momento, la CNDH.
Sobre la muerte de Bonfilio nadie avisó a la familia, que ese mismo día se había despedido de él en su pueblo, Tlatzala, deseándole suerte en su camino hacia Estados Unidos a donde iría a trabajar. El profesor José se enteró al tercer día por un compañero suyo que encontró una nota en un periódico local.
—Él pensó que era yo porque vio los mismos apellidos y habló a la casa —cuenta. Entonces mi esposa le contestó “no pues José está aquí”. Y así es como supe que fue a mi hermano al que lo mataron.
En un principio, el Ejército insistió mucho a la familia para que recibiera un fondo de 160 mil pesos de indemnización por la muerte de Bonfilio. Pero ellos —a pesar de su necesidad económica— se negaron a aceptar un solo peso.
—Ni que fuera un objeto mi hermano para que te digan ahorita te doy un dinero y borrón del asunto— sentencia el profesor José.
En obra negra
Poco antes de su muerte, Bonfilio Rubio Villegas había decidido irse a Nueva York. En Tlatzala, la comunidad donde nació, es costumbre que los jóvenes se vayan a Estados Unidos. Para Bonfilio, de 29 años, iba a ser la segunda vez.
—Él hizo una casita que estaba en obra negra, entonces vino y con mucha alegría les dijo a mis papás “voy a ir a trabajar y la voy a arreglar para que tenga ventanas y piso”— relata el profesor José.
Pero la casa —que Bonfilio comenzó a construir con lo que ganó la primera vez que trabajó en la Gran Manzana como ayudante de cocina a los 21 años— se quedó en obra negra, como los planes de este joven nahua, quien recibió su último adiós, cuatro días después de su asesinato, precisamente entre los blocks de concreto de esa misma vivienda.
Durante el sepelio, los rezos se mezclaron con lamentos en lengua naua y llantos de mujeres cubiertas con rebozos. Sobre una vieja mesa de madera, dentro de un ataúd blanco, el cuerpo de Bonfilio fue velado entre flores, una imagen de la Virgen de Guadalupe y su propio retrato, en el que se le miraba un rostro moreno y sonriente debajo de una gorra roja.
El humo del copal lo inundaba todo. Según la tradición indígena en la región, hay que quemarlo para que el alma del difunto descanse en paz. Pero para la familia Rubio no habría alivio hasta conseguir justicia.
La batalla
Tras la muerte de Bonfilio, su familia —representada por su hermano José— comenzó una larga batalla legal, con asesoría de Tlachinollan, para exigir que el crimen fuera investigado por autoridades civiles y no militares. Por eso, cuando la averiguación previa, originalmente abierta por la Procuraduría de Justicia de Guerrero, fue declinada al fuero castrense, se inconformaron interponiendo un juicio de amparo.
En diciembre pasado, el Juzgado Sexto de Distrito, del Centro Auxiliar de la Segunda Región en Cholula, Puebla, les dio la razón. En su fallo, el juez Carlos Alfredo Soto determinó que la justicia militar debía dejar de conocer el caso para que el expediente fuera remitido al fuero civil.
—Se trata de una sentencia histórica —explica el abogado Santiago Aguirre— porque por primera vez el juicio de amparo sirvió para proteger a las víctimas. El juzgado consideró que efectivamente se violaba la Constitución, además de que se atentaba contra las obligaciones que tiene México en razón de la suscripción de la Convención Americana de Derechos Humanos.
La impugnación
El gusto le duró poco a la familia Rubio. Comenzando el 2012 supieron que la Secretaría de la Defensa Nacional había presentando un recurso de revisión a dicha sentencia, pasando por alto la determinación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que –al concluir el análisis de la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Rosendo Radilla (víctima de desaparición forzada en Guerrero durante la llamada Guerra Sucia) confirmó la restricción del fuero militar en casos de violaciones a derechos humanos cometidas por soldados.
—La Sedena señala que la determinación de la SCJN sobre el fuero militar en el caso Radilla es ilegal; que la ejecución extrajudicial de Bonfilio Rubio Villegas no constituía una violación de derechos humanos y que por tanto no iba a cumplir la orden de remitir el expediente al fuero civil —advierte el abogado Aguirre.
El caso está ahora en manos de la Suprema Corte de Justicia que deberá resolver si le da la razón a la Sedena o la a familia de Bonfilio Rubio Villegas.
— Que tomen cartas en el asunto —pide el profesor José—. La Sedena no permite que el caso de mi hermano lo conozca un juez civil. Queremos que se castigue a quienes sean responsables y que no haya encubrimientos. Este es nuestro grito de justicia y como familia no vamos a bajar los brazos.