Caminaban en un andén del Metro, muy juntos, cargando una coliflor y algunas guayabas en las manos. Él, de un metro 75 centímetros, pantalón camuflado, con el dobladillo metido bajo las botas militares, y el cabello a rape. Ella, de un metro 60, con una camisa sin mangas, la tez muy blanca y el pelo negrísimo. Podrían pasar por una típica pareja chilanga de jóvenes anarcopunks… si no fuera por las suásticas tatuadas en sus brazos.
Saludan con una sonrisa y un estrechón de manos, mientras permiten apreciar más de cerca el dibujo de doble trueno que él lleva en la camisa (emblema de las SS, grupo de élite del ejército de Adolfo Hitler), así como la leyenda en alemán que surca, tatuada, el pecho de ella.
Son neonazis mexicanos, lo dicen con orgullo, pero en una versión moderna, muy distintos a los integrantes de la vieja guardia sinarquista de los años previos a la Segunda Guerra Mundial, y también a los “revisionistas” que tuvieron en el capitalino Salvador Borrego al mayor ideólogo no sólo del país, sino de Iberoamérica.
Enrique y Andrea aclaran que ellos son otra cosa: no son violentos, sino “pacifistas”; no defienden la supremacía aria, sino “la preservación de la herencia genética de todos los pueblos”; no son católicos, sino “cristianos”; están coaligados, pero no para la militancia activa, “sino para difundir el mensaje entre quienes la quieran oír, pasando la voz”; “idealistas” que califican la democracia como un “veneno”; en fin, son “conservadores” que usan la ciencia ficción para hacerse entender y que instan a “salir de la Mátrix, apagar la tele y prender el cerebro, buscar a Dios en una flor y no en una laptop.”
La vieja guardia
Hacia finales de 2009, Salvador Borrego , autor uno de los libros neonazis más vendidos en el mundo (Derrota Mundial, prologado por José Vasconcelos y con más de medio millón de ejemplares impresos desde 1953), permitió grabar una conversación desarrollada en su modesto departamento de la colonia Juárez, que pretendía convertirse en una entrevista para un medio de circulación nacional.
“Únicamente pido que no cambien nada de lo que diga –fue su solicitud en ese momento–, si se van a cambiar mis palabras, mejor no saquen nada”, una condición que sólo puede cumplirse a cabalidad poco más de un año después de formulada, y no en la prensa tradicional.
Borrego es un anciano delgado, de cabello totalmente encanecido, que viste de traje aún dentro de su vivienda, de la que salir es cada vez más difícil, no tanto por la edad del viejo y polémico escritor, como por la antigüedad del crepitante elevador que lleva del tercer nivel a la planta baja.
Sentado en una silla del comedor, por hallarse todos los sillones de la sala ocupados con sus libros, aclara la primera interrogante: ¿Cómo acabó un mexicano siendo el ideólogo del neonazismo en Argentina, Chile, España y, obviamente, en México?
– Yo fui el primer revisionista, o negacionista, como le dicen ahora, es decir, el primero en negar el Holocausto judío… eso de los 6 millones de muertos fue una cifra inflada para cobrar indemnizaciones y, a la fecha, Alemania ha tenido que pagar más de 150 mil millones de dólares por compensaciones de guerra; primero cobraron por cada judío muerto, luego por los que estuvieron trabajando en los campos de concentración y luego por los que tenían un seguro de vida. Así fue como vino la idea de escribir Derrota Mundial, que ha sido reimpreso 48 veces.
De hecho, en 1955, José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública de México, calificó la difusión de este libro como una misión “del más alto interés patriótico en todos los pueblos de habla española”, a través del prólogo que él mismo se ofreció a escribir, tal como recuerda Borrego.
Además, 58 años después de su aparición, el principal argumento de Derrota Mundial aún es defendido en Europa por propagandistas pronazis como el historiador inglés David Irving, quien incluso ha enfrentado procesos judiciales por antisemitismo.
–Antes, durante y después de la Segunda Guerra, ¿cómo se discutían esas ideas en México?
–El resentimiento de los mexicanos contra Estados Unidos, existente desde antes de las hostilidades en Europa durante los años 40, se manifestó en progermanismo. En los cines –recuerda Borrego–, cuando se proyectaban noticiarios, había una especie de referéndum: cada vez que salía Rooselvelt, había silvidos; pero cuando salía Hitler, la gente aplaudía. Y eso parte de un principio nacionalista, se consideraba a Estados Unidos como un país materialista, se veía al americano como alguien de poca tradición familiar, en contraste con lo mexicano, todo lo cual hacía que los mexicanos pudieran identificarse más con los alemanes. Esa Alemania nacionalista era una especie de cortina que contenía los males del mundo y, cuando se vino abajo, se desató el liberalismo feroz.
–¿Se refiere al liberalismo económico?
–No, sino a todo lo que estamos viendo ahora: la defensa del aborto, las bodas entre homosexuales, la rebeldía de la juventud hacia los padres, la pornografía desatada, la legalización de las drogas, todo eso es consecuencia de la derrota de Alemania. Ese mal era contenido por el nacional-socialismo y por la iglesia católica.
–¿Qué se pensaba del discurso supremacista de los nazis?
–Los mexicanos no tomaban mucho en cuenta esas acusaciones, porque todos los países son racistas, incluido México, de modo que pasaba como un ataque infundado contra el nacionalsocialismo.
–Grupos que defienden la supremacía “criolla” en América Latina tienen a Derrota Mundial como libro de cabecera, ¿escribe usted para esos sectores?
-No, yo soy mestizo y creo que las diferencias entre sectores sociales se dan por factores económicos, no raciales. Los descendientes de españoles que están en buena posición económica ven abajo a los que no lo están y pintan su raya clamando su orgullo criollo (en referencia a la organización México Criollo). Pero, más bien es una reacción de clase, más que de raza.
–¿Cómo se imagina al mundo, y a México, si Hitler hubiera ganado la guerra?
–No existiría una economía especulativa, sino una productiva, en donde el trabajo es la base. En la actualidad, se especula en la Bolsa de Valores, que si subió, que si bajó, y la gente pierde su empleo, le suben los precios de los comestibles o la renta sin tener acciones en la Bolsa, donde los operadores se enriquecen comprando a la baja y vendiendo al alza. En México no habría TLC, habría suficiencia alimentaria, no habría miles de familias sin padre de familia, porque éste se halle trabajando en Estados Unidos o tratando de cruzar la frontera, no habría nada de eso.
–¿Usted cree que el nazismo puedan tener algún valor en la actualidad?
–No –dice con toda calma–. El nacionalsocialismo tiene los días contados, esas ideas están condenadas a muerte en todo el mundo. Tal vez permanezcan como expresiones individuales, pero no como planteamiento político, con organizaciones que lo defiendan, no los dejarían…
Antes de dar por concluida la plática, Salvador Borrego suelta una metáfora.
–Ningún grupo podría operar abiertamente… Para el enemigo judío, las tinieblas no son completas si hay un cerillo prendido.
La nueva ola
Enrique nació en España, pero emigró a México siendo aún niño, junto con toda su familia, luego que su abuelo, un militar franquista, “pasó de héroe a perseguido”, con la llegada de los socialistas al gobierno ibérico, en 1975.
“Mi abuelo fue parte de la Falange (partido ultraderechista de los años 30), así como de la División Azul (el grupo de voluntarios españoles que sirvió entre 1941 y 1943 del lado alemán) y peleó en el Sitio de Berlín (la batalla en la que el Ejército Rojo venció a las fuerzas nazis y orilló a Hitler al suicidio)”, narra Enrique con admiración.
La entrevista pactada dos días antes en el Metro, termina por concretarse en la entrada de su centro de trabajo, una biblioteca pública especializada en Derecho Agrario a la que acude sin ocultar ningún elemento de su estética neonazi: cabeza rasurada, botas y pantalón tipo militar, camiseta negra, con las mangas enrolladas para dejar ver sus emblemas marcados sobre la piel, una suástica negra en un lado, y una cruz blanca sobre una bandera española, del otro.
“La primera suástica me la tatué a los 14 años –recuerda–, mi abuelo estaba orgullosísimo, aunque a mi madre le parecen aberrantes; ahora tengo diez tatuajes”, afirma y muestra sus brazos, cada uno con una frase en alemán, que luego él traduce: “Mi honor es lealtad” y “Dios con nosotros”.
“El nazismo nos ha acercado a Cristo, se trata de una receta que te ayuda a encontrarte con lo que realmente importa en la sociedad: cuidar tu dieta, tu cuerpo, tus relaciones interpersonales, hacer tu trabajo lo mejor posible, aunque México es el lugar del ‘no hay, no existe y no se puede’, aquí donde trabajo es la tierra del ‘sí hay, sí existe, sí se puede’; soy un servidor público, no servil sino servidor, y eso me lo enseñó el nazismo.”
Enrique habla sin alzar de más la voz, pero al poco tiempo de que inicia la plática un policía preventivo que vigila el acceso al Tribunal Agrario (ubicado a un costado de la biblioteca) se aproxima dando grandes zancadas.
La grabación se suspende, ante el temor de un reclamo del agente, pero éste, por el contrario, sonríe al llegar junto al skinhead y le pide asesoría en el uso del francés.
–¿Tú sabes que quiere decir Pepé le Pew? –inquiere el uniformado.
–Nada –responde, solícito–, es un personaje de caricatura, un zorrillo… te están diciendo zorrillo. Ahora tú contéstales “mange merde”…
El policía corre de vuelta a su puesto, pero sólo da unos pasos y regresa, esta vez para preguntar el significado de la segunda oración.
–Come mierda –le explica Enrique, lúdicamente–, eso quiere decir.
Luego vuelve a su descripción del movimiento al que pertenece.
“Somos un grupo de alrededor de cien personas en todo el país (se reserva el nombre de su agrupación), pero no solemos reunirnos y, cuando lo hacemos, procuramos que no identifiquen nuestra línea ideológica, somos discretos; no somos activistas, no vamos a marchas ni manifestaciones, sólo nos asociamos de manera ideológica para concientizar a los demás. Nuestros valores son tres: Dios, Patria y Familia.
Estamos contra el capitalismo y el comunismo, creemos que la democracia es un veneno para los pueblos, el mejor Estado es el de mano dura.
“Creemos en hacer el bien, en regresar a la época en la que la comida no tenía transgénicos, en regresar a la moral, a una época en donde existía bondad, somos un movimiento pacífico, no nos consideramos el brazo vengador de Dios, no creemos en la violencia… aunque estamos entrenados para pelear.”
A un costado pasa esta vez un joven moreno y fortachón, encargado de la recolección de la basura en esta zona de la colonia Roma. Ambos se saludan fraternalmente.
–Repites mucho el concepto de Dios y Jesucristo, ¿eres católico?
–No –aclara–, el catolicismo está infiltrado por las fábulas judaicas, nosotros somos cristianos: no creemos en santos, ni reconocemos vírgenes, acudimos al templo, pero no los domingos, sino los sábados, en el shabat (sic), y ahí oramos y cantamos.
–¿Tienen un templo especial en donde se reúnen sólo personas afines al nazismo?
–El templo al que acudimos es para todo tipo de personas, cada quien puede acudir al templo e incluso seguir el credo que guste. Pero, a diferencia de los católicos, nosotros no consideramos enemigos a los que piensan distinto, sólo intentamos explicar nuestro punto, por ejemplo, nuestra oposición al darwinismo y nuestro apoyo al creacionismo (la teoría conservadora según la cual todos los seres vivos fueron creados en siete días, como dice el libro del Génesis, desde los dinosaurios hasta los humanos) y si no estás de acuerdo allá tú, que Dios te lo demande… pobre de ti.
–Y, más allá de lo religioso, ¿qué reclaman los nazis ahora?
–Creemos que el matrimonio debe ser hombre-mujer, si hay homosexuales, Cristo es la cura; estamos contra el divorcio y el aborto. Reconocemos que cuando La Biblia dice que el hombre está por encima de la mujer, es porque el hombre debe amar a la mujer como copa de cristal fino, debemos adorarlas y cuidarlas… y ellas deben obedecer y sujetarse a nosotros. Las parejas de nazis funcionamos mucho mejor, son mucho más estables, el hombre es el que toma las decisiones, como La Biblia establece.
Eso explica la ausencia de Andrea, su novia, durante la entrevista.
–¿Se consideran antisociales?
–Sí –dice, mientras ve pasar a un hombre de raza negra–, vivimos en este mundo pero no somos parte de él. Yo, por ejemplo, jamás me mezclaría con ellos. Las mujeres negras no me gustan. No tengo nada contra la gente de otras razas, pero yo deseo preservar mi patrimonio genético.
–Y eso, ¿no te parece racista?
Enrique sonríe, antes de responder.
–México es un país racista. Aquí, el mejor insulto es ‘pinche indio’, las rubias y los rubios son los estereotipos de belleza. Y, aún así, espero que aquí nazcan mis hijos. Este país tiene una libertad de la que pocos gozan, en Europa mis suásticas o mi ropa me conducirían sin escalas a prisión; en Estados Unidos, me llevarían a un hospital por la golpiza que me propinarían los negros o los latinos y, eventualmente, también terminaría en prisión. Sin embargo, aquí puedo salir como me apetezca y pensar lo que quiera, tal vez la gente te pone caras, pero nadie te agrede. Eso amo de este país. ¡Viva México!